Una mano
Por David Wapner
1
A las ocho de la mañana del 26 de marzo de 1976 pasé el puesto de control instalado en la entrada de la Facultad de Medicina de la UBA, sobre la calle Paraguay, para comenzar a cursar mi primer y único semestre en aquella casa.
Un policía, dos soldados, revisaban bolsos, carteras, documentos; terminado el trámite, se giraba a la izquierda, o a la derecha, o se tomaba uno de los ascensores que estaban al frente.
Yo no sabía, pregunté, y me tocaron los ascensores.
Había mucha gente en aquella clase inicial de la cátedra, que no era la de De Robertis, quien murió ese mismo año; la mía era otra, con menos prestigio, pero eso no es importante ahora. Interesa que yo tomaba apuntes, desde el fondo de un anfiteatro, y que entre el gentío estaba Marmer, un conocido del colegio secundario. Y, casualidad, también otro de la primaria, Ricardo.
Se comentaba que la profesora, que explicaba embriología, tenía un pecho artificial, y que había sufrido cáncer. Tenía una energía que impresionaba; yo ya comenzaba a marearme; fiché a Marmer, estaba concentrado. Cuando terminó el teórico nos saludamos, intercambiamos impresiones (él sería en un futuro un doctor Marmer) y cada uno se fue a lo suyo. Yo, a mi grupo de trabajos prácticos de anatomía. Éramos unos diez y un ayudante, todos con guardapolvos y guantes de látex. Sobre una mesa de mármol, descansaba una mano de verdad.
2
"Desde hoy, y hasta el final de la carrera, aprenderemos cuarenta mil palabras nuevas.", había dicho el ayudante de trabajos prácticos. Epiplones, distal, sagital, proximal, economía (por cuerpo).
Pasaba bastantes horas en la biblioteca, pero allí no estudiaba. Pedía, por ejemplo, libros sobre malformaciones congénitas, o enfermedades de la piel, o diccionarios. Había, recuerdo, un tratado de fisiología en verso, escrito por el bibliotecario, que compré, y más tarde perdí. También escribía, o dibujaba. Pero a medida que me iba haciendo canchero, dormía, la cabeza apoyada sobre la mesa, o sobre el libro abierto. Cierta vez -yo leía, o dormía- dos estudiantes, bastante mayores que yo, bien trajeados, se sentaron cada uno al lado de una chica que estudiaba sentada frente a mí. La saludaron, le hablaron de una traducción con la cual ella les iría ayudar, y le dijeron que se encontrarían tal tarde en la casa de uno de ellos. Ella estuvo de acuerdo y luego se tuvo que ir. Cuando ya no la vieron, pero mirando hacia el rumbo por donde la muchacha se había marchado, uno de los estudiantes largó "esta perdió como en la guerra".
3
Otras tardes me iba directo al auditorio en donde se daban conciertos que transmitía Radio Nacional. El "Mono" Villegas, con su corte de mujeres mayores; el cuarteto de guitarras Martínez-Zárate; trios, cuartetos de cámara, pianistas: lo importante era sentarse allí, escuchar, descansar, olvidarse del formol (lo paradógico es que toda vez que me acuerdo de aquellos recitales, me arden los ojos).
De ahí, me iba caminando hasta el centro, o hasta el bajo. Comía pizza, revisaba librerías, disquerías, a veces compraba diarios extranjeros: O Globo, El Mercurio, Corriere della Sera. Regresaba embotado a casa.
4
Una mañana, sentado en uno de los bares que estaban frente a la facultad, tomando te, comiendo medialunas, escribiendo en un cuaderno, tuve ganas de ir de vientre. Busqué una novela que llevaba en mi bolso y me senté en el baño, que era cómodo, bastante amplio y limpio. Estaba en plena faena, compenetrado en cuerpo y alma, cuando siento alboroto. Y de inmediato golpearon a mi puerta, y preguntaron "quién está ahí", al tiempo que la pateaban, metían un borceguí y el cañón de un FAL, y yo gritaba "¡soy yo, un estudiante de medicina!" Le pasé el DNI a la mano del soldado que lo pedía, me limpié, me levanté los pantalones, salí.
No me esperaban para detenerme, uno de los mozos me entregó el documento, "operativo", murmuró. Miré hacia afuera: soldados con fusiles, un tanque, "la pucha, rodearon la manzana."
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A las ocho de la mañana del 26 de marzo de 1976 pasé el puesto de control instalado en la entrada de la Facultad de Medicina de la UBA, sobre la calle Paraguay, para comenzar a cursar mi primer y único semestre en aquella casa.
Un policía, dos soldados, revisaban bolsos, carteras, documentos; terminado el trámite, se giraba a la izquierda, o a la derecha, o se tomaba uno de los ascensores que estaban al frente.
Yo no sabía, pregunté, y me tocaron los ascensores.
Había mucha gente en aquella clase inicial de la cátedra, que no era la de De Robertis, quien murió ese mismo año; la mía era otra, con menos prestigio, pero eso no es importante ahora. Interesa que yo tomaba apuntes, desde el fondo de un anfiteatro, y que entre el gentío estaba Marmer, un conocido del colegio secundario. Y, casualidad, también otro de la primaria, Ricardo.
Se comentaba que la profesora, que explicaba embriología, tenía un pecho artificial, y que había sufrido cáncer. Tenía una energía que impresionaba; yo ya comenzaba a marearme; fiché a Marmer, estaba concentrado. Cuando terminó el teórico nos saludamos, intercambiamos impresiones (él sería en un futuro un doctor Marmer) y cada uno se fue a lo suyo. Yo, a mi grupo de trabajos prácticos de anatomía. Éramos unos diez y un ayudante, todos con guardapolvos y guantes de látex. Sobre una mesa de mármol, descansaba una mano de verdad.
2
"Desde hoy, y hasta el final de la carrera, aprenderemos cuarenta mil palabras nuevas.", había dicho el ayudante de trabajos prácticos. Epiplones, distal, sagital, proximal, economía (por cuerpo).
Pasaba bastantes horas en la biblioteca, pero allí no estudiaba. Pedía, por ejemplo, libros sobre malformaciones congénitas, o enfermedades de la piel, o diccionarios. Había, recuerdo, un tratado de fisiología en verso, escrito por el bibliotecario, que compré, y más tarde perdí. También escribía, o dibujaba. Pero a medida que me iba haciendo canchero, dormía, la cabeza apoyada sobre la mesa, o sobre el libro abierto. Cierta vez -yo leía, o dormía- dos estudiantes, bastante mayores que yo, bien trajeados, se sentaron cada uno al lado de una chica que estudiaba sentada frente a mí. La saludaron, le hablaron de una traducción con la cual ella les iría ayudar, y le dijeron que se encontrarían tal tarde en la casa de uno de ellos. Ella estuvo de acuerdo y luego se tuvo que ir. Cuando ya no la vieron, pero mirando hacia el rumbo por donde la muchacha se había marchado, uno de los estudiantes largó "esta perdió como en la guerra".
3
Otras tardes me iba directo al auditorio en donde se daban conciertos que transmitía Radio Nacional. El "Mono" Villegas, con su corte de mujeres mayores; el cuarteto de guitarras Martínez-Zárate; trios, cuartetos de cámara, pianistas: lo importante era sentarse allí, escuchar, descansar, olvidarse del formol (lo paradógico es que toda vez que me acuerdo de aquellos recitales, me arden los ojos).
De ahí, me iba caminando hasta el centro, o hasta el bajo. Comía pizza, revisaba librerías, disquerías, a veces compraba diarios extranjeros: O Globo, El Mercurio, Corriere della Sera. Regresaba embotado a casa.
4
Una mañana, sentado en uno de los bares que estaban frente a la facultad, tomando te, comiendo medialunas, escribiendo en un cuaderno, tuve ganas de ir de vientre. Busqué una novela que llevaba en mi bolso y me senté en el baño, que era cómodo, bastante amplio y limpio. Estaba en plena faena, compenetrado en cuerpo y alma, cuando siento alboroto. Y de inmediato golpearon a mi puerta, y preguntaron "quién está ahí", al tiempo que la pateaban, metían un borceguí y el cañón de un FAL, y yo gritaba "¡soy yo, un estudiante de medicina!" Le pasé el DNI a la mano del soldado que lo pedía, me limpié, me levanté los pantalones, salí.
No me esperaban para detenerme, uno de los mozos me entregó el documento, "operativo", murmuró. Miré hacia afuera: soldados con fusiles, un tanque, "la pucha, rodearon la manzana."
4 Comments:
muy bueno
hacía tiempo que no escuchaba "ir de vientre". "ir de cuerpo", también, y a veces si el asunto es para despejar la zona: "ir de cuerpo y alma".
Qué buen texto. Imperdible!. Tu memoria es fotográfica, y en blanco y negro. Me encanta leer las notas de Wapner, dan para un libro. Publica!
pueden dejar d eponer estas boludeces de Wapner, un poeta resentido que viuve en Israel! Aguante Hamas!
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