Carolina era mi tilinga

por Rodrigo

Al principio, negra, eras arisca y gritabas como un tero acentuado con especial énfasis las últimas dos palabras de cada oración: “!!!!Bobo, callate!!!! ¿Quién te conoce a vos?”. Te defendías de mis palabras, ridícula, no estabas acostumbrada. Eras una verdulera perra, bruta y pedante, y te hice mi tilinga, mi yegua con fuerza de arrastre, motor 3.0, lista para entrar en viaje.

Y quién sabe qué pasó, pero tanto me gustaba entrarte que ese viaje duró más de tres semanas, tres semanas de “dale vení papito, vení” que hoy recuerdo con gran emoción. El tercer día de la segunda semana, aquel día del cine de los besos, fuimos a tu casa en José C. Paz y me presentaste a tu hermano Tati y a tu viejo, que comían una tira de asado, indignados por mi visita. La cara de tu viejo... lo único que pudo hacer fue golpear la puerta de la habitación cuando nos tanteábamos en tu cama para avisarnos que había llegado el helado “¡Carolina, veníte a la mesa que llegó el helado!”. Me acuerdo de eso y me entra una risa de aquellas... ¿Sabías que al día siguiente fui a la verdulería y tu viejo no me cobró la lechuga y el tomate? ¿Y tu hermano, el Tati? Antes me saludaba con un silbido, y ahora se paraba y me preguntaba cómo iban mis cosas: los dos eran unos negros con venas de acero, pero tenían que tragar saliva, porque después de esa noche, por el gusto a familia, te comí entre las manzanas y la radicheta todos días a las 8.30 pm, cuando cerrabas la verdulería ( muy buena la imagen de tu corpiño entre las peras.)

Cuando te saqué la ropa por primera vez, sentí que podía sacarte esa cosa de negrita imbécil que tenías; sentí un aire bautismal tan hermoso y supe que podía meterte de un solo tirón todo mi universo.

No habían trámites, te entregabas como ninguna otra lo hacía, pero –lamento recordarlo- me di cuenta de que no podía aguantar tu amor propio y cristiano, tu grititos de tero, la peste de tu ropa, y esas declaraciones de amor que sacabas de tus transpiradas cumbias.

Entonces llegó el cumpleaños de Matías y no podía llevarte, ¡no!, me dabas tanta vergüenza... ¡La puta madre negra me fui un poco al carajo! Me preguntarían de dónde mierda te había sacado, cómo tenía la cara para sacarte a pasear y otras giladas, y no podrías ayudarme a dar una respuesta coherente porque seguro que estarías a la defensiva, más estúpida, al costadito de algún árbol sin hablar con nadie, con un choripán tapándote la boca. Las otras novias te llenarían como con brochas la cara con nombres. ¡Pensaste que era puto! Lo que pasa negra, es que tendrías que vivir garchando para poder caerle bien a todos, para poder responder todas las preguntas del mundo, eso es lo que pasa. Tendrías que regalarte como si fueras el perejil, o mejor, un caramelito. El problema no es tuyo: tendrías que poder detener el tiempo y poder estar en todos los lugares al mismo tiempo, y coger y coger hasta que todas las personas vivan felices, como en un eterno Feliz Cumpleaños. No podrías hacerlo porque sería injusto con las otras paceñas, que además de ser como vos, bestia, son más feas que el pecado, tan feas que hasta tienen el corazón rancio.

Y por eso, tengo algo en las tripas y a veces te extraño, y me siento más traidor que Judas; te dejé tirada como si fueras una cubierta pinchada, como si fueras un perrito abandonado en Camino Cintura. Vos me inyectabas verdad y alegría.

Te di un golpe de aquellos y me mostraste la otra mejilla, te mordiste los labios cuando te pedía disculpas, soberbia, te subiste al tren amarillo y te volviste a José C. Paz, que es el noroeste del oeste, tierra árida de rutas, polvos y colectivos.