El derpa de Zelarrayán
Por Sebastián Robles (publicado en Dragón del mar)
Dentro de dos semanas me mudo. Es la sexta mudanza en seis años. Alguna vez soñé con una vida nómade que no se parecía a ésta. Mi primer departamento fue un bulín sobre la calle Corrientes que mis amigos y yo recordamos con nostalgia. En un ambiente exiguo llegamos a entrar quince personas, no me pregunten cómo, y la mayoría en un estado deplorable. Viví ahí nueve meses y me fui antes de que los vecinos me rajaran a patadas. Durante un corto período habité la casa de mi vieja, que estaba desocupada por entonces. Luego, con mi novia de ese tiempo, me mudé a San Telmo. Cuando la relación terminó me refugié en casa de mis tíos. Unos meses más tarde alquilé, con un amigo, el departamento donde vivo todavía, en Congreso. Hace dos años que estoy ahí y fue sin dudas el más estable de todos, el único al que pude llamar hogar al menos durante un tiempo. Ahora se nos terminó el contrato y los dueños, para renovarlo, piden una cifra que no podemos pagar. Otra vez vinieron mis tíos al rescate, y me alquilan a partir de noviembre un minúsculo departamento de su propiedad sobre la calle Viamonte, esquina Montevideo.
El otro día fui a verlo. Es más pequeño todavía que mi antiguo bulín de Corrientes, que ya era chico. Cocina, dormitorio y comedor, todo en un uno. El baño, por suerte, está aparte. Da la sensación de que uno podría entrar solamente de parado. Al principio me resigné, “es lo que hay”, pensé. Pero lo siento un poco mítico al departamento. Porque entre muchas otras personas a lo largo del tiempo, ahí vivió durante cinco años Ricardo Zelarayán.
Lo conocí cuando era chico, en casa de mis tíos, y durante mucho tiempo no supe quién era. Mi viejo, que no era un caballero inglés ni mucho menos, le tenía antipatía por sus modales. A Zelarayán no le importaba sacarse la comida de la boca y dejarla en el plato, ni comerse los mocos en frente de cualquiera con total y absoluta tranquilidad. Entraba sin saludar, se iba sin despedirse y solía pasarse horas quejándose de sus múltiples dolencias que uno sospechaba no podían ser tantas ni tan terribles como él las describía. Era sordo como una tapia y rara vez seguía una conversación. No le interesaba nada ni nadie que no fuera él mismo. Por momentos su presencia me resultaba divertida, pero la mayoría de las veces lo ignoraba o buscaba alguna excusa para irme a otro sector de la casa donde no estuviera él. Una noche —yo tendría entonces dieciséis o diecisiete años— llegué a lo de mis tíos después de una visita a la Feria del Libro donde me compré Sudeste, de Haroldo Conti, un escritor que por aquel entonces empezaba a descubrir. No sé cómo fue que Zelarayán lo vio y por primera vez en años me dirigió la palabra:
—Yo lo conocí a Haroldo Conti —comentó.
Me miró con ojos traviesos, una mirada que yo desconocía en él, y no dijo más. Un poco porque me la había dejado picando y otro poco por verdadera curiosidad, le pregunté cómo fue que lo conoció. Ya no recuerdo su respuesta. Sí que las anécdotas que me contaba sobre él tendían en general a desmitificar a un personaje que yo idealizaba. Lo único que quedaba en pie, al final, era su literatura.
—De Haroldo me gustan mucho los cuentos —dijo—. Me parece que son lo mejor que escribió.
Después la conversación fue derivando hacia otros temas. Zelarayán disfrutaba de la impresión que causaban en mí los relatos de su trato personal con muchos escritores que yo admiraba, como Conti, Urondo, Walsh y otros tantos.
—Fulano era un pijotero —decía. O:
—Mengano tenía buenos contactos en el ejército.
En el fondo lo que quería decirme era que él no valía menos que ninguno de ellos pero bueno, eso era algo que yo no entendía entonces. Más tarde, cuando se fue, borré de mi memoria sus relatos y no lo volví a ver durante meses.
Igual, algo me quedó de esa conversación. Al poco tiempo me conseguí el volumen de los cuentos completos de Haroldo Conti y coincidí con Zelarayán: eran, sin duda, lo mejor de su obra. Entonces le pedí a mi tío que me preste su ejemplar de La obsesión del espacio pero no lo pude terminar de leer. Mi poeta preferido, por entonces, era el Juan Gelman de los primeros años y no me sentía cómodo con la escritura de Zelarayán. Todavía vivía en casa con mi vieja y mi hermana, estaba terminando el secundario y creía en el orden de las cosas, de la literatura y de la vida en general. Violencia, pensaba, es lo que ejercen los demás. Yo, por mi parte, prefería dedicarme a los versos que me sonaban pulidos como un cristal: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nunca le subía un encanto particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo”.
Un día Zelarayán leyó un cuento mío que andaba dando vueltas por la casa de mi tía y le dejó dicho que yo lo llame. El cuento era la historia de un desaparecido, muy sentimental por momentos, que luego perdí en alguna mudanza. Me produjo escozor que alguien que no pertenecía a mi círculo íntimo lo leyera, pero de todas formas lo llamé. Su número de teléfono de entonces va a ser el mío dentro de dos semanas. No sabía cómo empezar la conversación pero él tomó la iniciativa:
—Tenés futuro —dijo.
Yo le agradecí sus palabras, que me sonaron como un cumplido inmotivado. Él ni siquiera me escuchó.
—La historia fluye, el lenguaje es simple y los personajes son creíbles. Seguí por ese camino. No te desvíes de ahí.
No sé qué le respondí pero sospecho que no estuve a la altura de las circunstancias. Nunca se me había ocurrido desviarme porque, hasta ese momento, yo no había elegido ningún camino en particular. Sólo me dedicaba a escribir lo primero que me venía a la mente con los únicos recursos que tenía a mano. Todavía hoy intento recuperar la espontaneidad que tenía entonces para escribir. Las dudas, la angustia, el miedo, todo eso vino después. Parecía que Zelarayán le estuviera hablando a alguien que no era yo. Y yo era virgen de la cabeza a los pies.
—Aunque no lo viviste, pudiste ponerte en la piel de los personajes. Las cosas eran así, entonces.
Se refería a la dictadura militar. Visto a la distancia, aunque no pude releerlo, sé que mi cuento no era tan bueno. Pero sus palabras me sirvieron de aliento, al menos por un tiempo. Le agradecí, esta vez sinceramente, y así terminó la conversación.
Después le perdí un poco el rastro. Sé que vivió uno o dos años más en el departamento. Una vez mi tío, que es amigo suyo, me contó que Zelarayán lo llamó escandalizado diciéndole que habían entrado a robarle. Días más tarde lo volvió a llamar para decirle que esta vez los ladrones le habían “roto unos billetes”. Mi tío se acercó al departamento para averiguar qué era lo que estaba sucediendo y no le fue difícil descubrirlo. Eran ratas. Se habían comido billetes y otros papeles que había tirados por ahí. Hubo que fumigar y los ladrones desaparecieron tan discretamente como habían llegado. Luego Zelarayán se fue y otro inquilino ocupó su lugar. Supe que anduvo en la mala hasta hace poco pero después me enteré de que unos amigos pudieron darle una mano. Hace poco leí La piel de caballo y me fascinó. Sospeché que alguna relación habría entre su modo de vida y esa novela aguerrida, de palabras ásperas, carente de solemnidad.
Pasó mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Yo pienso en él y pienso en el departamento a cada rato en estos días, hasta que me llegue la hora de la mudanza.
—¿Es lindo? —me preguntó ayer una amiga y no supe qué contestarle.
Dentro de dos semanas me mudo. Es la sexta mudanza en seis años. Alguna vez soñé con una vida nómade que no se parecía a ésta. Mi primer departamento fue un bulín sobre la calle Corrientes que mis amigos y yo recordamos con nostalgia. En un ambiente exiguo llegamos a entrar quince personas, no me pregunten cómo, y la mayoría en un estado deplorable. Viví ahí nueve meses y me fui antes de que los vecinos me rajaran a patadas. Durante un corto período habité la casa de mi vieja, que estaba desocupada por entonces. Luego, con mi novia de ese tiempo, me mudé a San Telmo. Cuando la relación terminó me refugié en casa de mis tíos. Unos meses más tarde alquilé, con un amigo, el departamento donde vivo todavía, en Congreso. Hace dos años que estoy ahí y fue sin dudas el más estable de todos, el único al que pude llamar hogar al menos durante un tiempo. Ahora se nos terminó el contrato y los dueños, para renovarlo, piden una cifra que no podemos pagar. Otra vez vinieron mis tíos al rescate, y me alquilan a partir de noviembre un minúsculo departamento de su propiedad sobre la calle Viamonte, esquina Montevideo.
El otro día fui a verlo. Es más pequeño todavía que mi antiguo bulín de Corrientes, que ya era chico. Cocina, dormitorio y comedor, todo en un uno. El baño, por suerte, está aparte. Da la sensación de que uno podría entrar solamente de parado. Al principio me resigné, “es lo que hay”, pensé. Pero lo siento un poco mítico al departamento. Porque entre muchas otras personas a lo largo del tiempo, ahí vivió durante cinco años Ricardo Zelarayán.
Lo conocí cuando era chico, en casa de mis tíos, y durante mucho tiempo no supe quién era. Mi viejo, que no era un caballero inglés ni mucho menos, le tenía antipatía por sus modales. A Zelarayán no le importaba sacarse la comida de la boca y dejarla en el plato, ni comerse los mocos en frente de cualquiera con total y absoluta tranquilidad. Entraba sin saludar, se iba sin despedirse y solía pasarse horas quejándose de sus múltiples dolencias que uno sospechaba no podían ser tantas ni tan terribles como él las describía. Era sordo como una tapia y rara vez seguía una conversación. No le interesaba nada ni nadie que no fuera él mismo. Por momentos su presencia me resultaba divertida, pero la mayoría de las veces lo ignoraba o buscaba alguna excusa para irme a otro sector de la casa donde no estuviera él. Una noche —yo tendría entonces dieciséis o diecisiete años— llegué a lo de mis tíos después de una visita a la Feria del Libro donde me compré Sudeste, de Haroldo Conti, un escritor que por aquel entonces empezaba a descubrir. No sé cómo fue que Zelarayán lo vio y por primera vez en años me dirigió la palabra:
—Yo lo conocí a Haroldo Conti —comentó.
Me miró con ojos traviesos, una mirada que yo desconocía en él, y no dijo más. Un poco porque me la había dejado picando y otro poco por verdadera curiosidad, le pregunté cómo fue que lo conoció. Ya no recuerdo su respuesta. Sí que las anécdotas que me contaba sobre él tendían en general a desmitificar a un personaje que yo idealizaba. Lo único que quedaba en pie, al final, era su literatura.
—De Haroldo me gustan mucho los cuentos —dijo—. Me parece que son lo mejor que escribió.
Después la conversación fue derivando hacia otros temas. Zelarayán disfrutaba de la impresión que causaban en mí los relatos de su trato personal con muchos escritores que yo admiraba, como Conti, Urondo, Walsh y otros tantos.
—Fulano era un pijotero —decía. O:
—Mengano tenía buenos contactos en el ejército.
En el fondo lo que quería decirme era que él no valía menos que ninguno de ellos pero bueno, eso era algo que yo no entendía entonces. Más tarde, cuando se fue, borré de mi memoria sus relatos y no lo volví a ver durante meses.
Igual, algo me quedó de esa conversación. Al poco tiempo me conseguí el volumen de los cuentos completos de Haroldo Conti y coincidí con Zelarayán: eran, sin duda, lo mejor de su obra. Entonces le pedí a mi tío que me preste su ejemplar de La obsesión del espacio pero no lo pude terminar de leer. Mi poeta preferido, por entonces, era el Juan Gelman de los primeros años y no me sentía cómodo con la escritura de Zelarayán. Todavía vivía en casa con mi vieja y mi hermana, estaba terminando el secundario y creía en el orden de las cosas, de la literatura y de la vida en general. Violencia, pensaba, es lo que ejercen los demás. Yo, por mi parte, prefería dedicarme a los versos que me sonaban pulidos como un cristal: “Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nunca le subía un encanto particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo”.
Un día Zelarayán leyó un cuento mío que andaba dando vueltas por la casa de mi tía y le dejó dicho que yo lo llame. El cuento era la historia de un desaparecido, muy sentimental por momentos, que luego perdí en alguna mudanza. Me produjo escozor que alguien que no pertenecía a mi círculo íntimo lo leyera, pero de todas formas lo llamé. Su número de teléfono de entonces va a ser el mío dentro de dos semanas. No sabía cómo empezar la conversación pero él tomó la iniciativa:
—Tenés futuro —dijo.
Yo le agradecí sus palabras, que me sonaron como un cumplido inmotivado. Él ni siquiera me escuchó.
—La historia fluye, el lenguaje es simple y los personajes son creíbles. Seguí por ese camino. No te desvíes de ahí.
No sé qué le respondí pero sospecho que no estuve a la altura de las circunstancias. Nunca se me había ocurrido desviarme porque, hasta ese momento, yo no había elegido ningún camino en particular. Sólo me dedicaba a escribir lo primero que me venía a la mente con los únicos recursos que tenía a mano. Todavía hoy intento recuperar la espontaneidad que tenía entonces para escribir. Las dudas, la angustia, el miedo, todo eso vino después. Parecía que Zelarayán le estuviera hablando a alguien que no era yo. Y yo era virgen de la cabeza a los pies.
—Aunque no lo viviste, pudiste ponerte en la piel de los personajes. Las cosas eran así, entonces.
Se refería a la dictadura militar. Visto a la distancia, aunque no pude releerlo, sé que mi cuento no era tan bueno. Pero sus palabras me sirvieron de aliento, al menos por un tiempo. Le agradecí, esta vez sinceramente, y así terminó la conversación.
Después le perdí un poco el rastro. Sé que vivió uno o dos años más en el departamento. Una vez mi tío, que es amigo suyo, me contó que Zelarayán lo llamó escandalizado diciéndole que habían entrado a robarle. Días más tarde lo volvió a llamar para decirle que esta vez los ladrones le habían “roto unos billetes”. Mi tío se acercó al departamento para averiguar qué era lo que estaba sucediendo y no le fue difícil descubrirlo. Eran ratas. Se habían comido billetes y otros papeles que había tirados por ahí. Hubo que fumigar y los ladrones desaparecieron tan discretamente como habían llegado. Luego Zelarayán se fue y otro inquilino ocupó su lugar. Supe que anduvo en la mala hasta hace poco pero después me enteré de que unos amigos pudieron darle una mano. Hace poco leí La piel de caballo y me fascinó. Sospeché que alguna relación habría entre su modo de vida y esa novela aguerrida, de palabras ásperas, carente de solemnidad.
Pasó mucho tiempo desde la última vez que lo vi. Yo pienso en él y pienso en el departamento a cada rato en estos días, hasta que me llegue la hora de la mudanza.
—¿Es lindo? —me preguntó ayer una amiga y no supe qué contestarle.
5 Comments:
Che, este relato está buenísimo. Y Zelarayán va sin doble R, mirá que cuando le pusimos Zelarrayán, en la primera 18 whiskys, casi nos mata. ¡A mí también el Zela me internaba cuando venía casa a tomar whisky!
Movido por este post, encontré algunos poemas de Zelarayan en la red, y me volaron la cabeza. Gracias, remiseros.
No sé de cuándo será, pero la anécdota está muy bien.
coincido en las apreciaciones sobre "la piel...". creo que si pasás las primeras 20 páginas, el libro es genial.
hay una única frase en "la obsesión del espacio", que recordé durante años, pero ahora olvidé, que vale por todo resto del libro.
Buen relato, viejo.
Publicar un comentario
<< Home