Max Roach en Alemania
Por Juan Terranova
Hace poco, como si fuera una ola de calor, sufrimos una ola de Dylan. No sé bien qué pasó. Hubo algún aniversario y de repente todos contaban la historia de Like a Rolling Stone. Salió una nota en Radar, Casas hizo lo suyo con un excelente aporte desde Mal Elemento, y creo que Fresán también escribió algo.
A mí leer sobre Dylan me encanta. Todos se fanatizan, hablan de su música y de su vida, de sus letras y de sus libros, y todo es supermítico y al re palo. Dylan se convierte sin escalas en una especie de hombre santo. El tipo que vio la luz. Parece que hay un par de biografías y estoy seguro que, de tener el tiempo, las leería con avidez.
Ahora, el tema es que sus discos me aburren. No quiero ser irrespetuoso. Pero al mismo tiempo quiero ser honesto. En 1997, yo estaba en Alemania tratando de escaparme de mí mismo. Para subsistir, fui jardinero y baby sitter. En un momento, caí en un restaurante de alemanes intransigente que se la pasaban presionándome para que trabajara. Si no, me echaban a la calle. Así que día y noche trataba de cumplir. Pero las madrugadas eran mías. A veces apenas me pedían que lavara los platos y se iban a dormir.
Yo tenía solamente dos discos. El último de Dylan que había salido ese año, Time out of mind, y Crackle Hut de un combo liderado por Max Roach.
Cuando me quedaba solo probaba siempre primero el de Dylan. Pero no había caso. El disco me gustaba, lo podía escuchar. A veces incluso lo escuchaba entero. Ahora, cuando empezaban a sonar Max y sus muchachos, la cosa cambiaba. De repente me sentía acompañado. Ya no había un borracho dándome la lata. Había cinco tipos que una noche de 1958 se habían juntado en Chicago para tocar un rato.
Kenny Dorham en la trompeta y Hank Mobley en el tenor, al unísono o puliendo como artesanos sus solos, me hablaban directamente. “Vamos, vamos, arriba” y yo trapeaba con más fuerza. Los otros tres hacían una base perfecta. El pianista, Ramsey Lewis, tenía ese toque limpio pero ligero que me encantaba y era obvio que los precisos palos de Max se llevaban muy bien con los graves de George Morrow (un negrazo medio desconocido que en Audio blues hacía un solito lento y canchero que me rompía la cabeza). Lo de ellos era una especie de bop bien colado y justo. Hasta las interveciones de bateria sola del jefe se volvían imprescindibles.
Después del primer tema, que le daba nombre al disco, seguían swingueando. Yo terminaba la primera pasada del suelo y ni me había dado cuenta. Una vez el turco que traía la mercadería se atrasó. Sonaba That ole devil love, una balada suave y melancólica donde el solo de Dorham casi me hacía llorar. Me lo dijo en alemán: “Ah, sí, eso yo lo entiendo”. Nos quedamos un rato callados esperando que el tema terminara. No sé que le recordaba a él la música, pero a mí me sonaba a Callao y Corrientes, a noches enteras tirado en la cama leyendo, a los días de lluvia en el Parque Rivadavia cuando el asfalto se moja y brilla.
Ahora, cuando escucho el disco, me acuerdo de Alemania, de mis desmedidas aspiraciones literarias, de mis aventuras europeas y de cómo, aunque estés en otra parte, el idioma universal del jazz siempre te devuelve algo. Sin pedirte nada, sin exigirte adhesiones, sin contarte nada más que lo estrictamente necesario.
Hace poco, como si fuera una ola de calor, sufrimos una ola de Dylan. No sé bien qué pasó. Hubo algún aniversario y de repente todos contaban la historia de Like a Rolling Stone. Salió una nota en Radar, Casas hizo lo suyo con un excelente aporte desde Mal Elemento, y creo que Fresán también escribió algo.
A mí leer sobre Dylan me encanta. Todos se fanatizan, hablan de su música y de su vida, de sus letras y de sus libros, y todo es supermítico y al re palo. Dylan se convierte sin escalas en una especie de hombre santo. El tipo que vio la luz. Parece que hay un par de biografías y estoy seguro que, de tener el tiempo, las leería con avidez.
Ahora, el tema es que sus discos me aburren. No quiero ser irrespetuoso. Pero al mismo tiempo quiero ser honesto. En 1997, yo estaba en Alemania tratando de escaparme de mí mismo. Para subsistir, fui jardinero y baby sitter. En un momento, caí en un restaurante de alemanes intransigente que se la pasaban presionándome para que trabajara. Si no, me echaban a la calle. Así que día y noche trataba de cumplir. Pero las madrugadas eran mías. A veces apenas me pedían que lavara los platos y se iban a dormir.
Yo tenía solamente dos discos. El último de Dylan que había salido ese año, Time out of mind, y Crackle Hut de un combo liderado por Max Roach.
Cuando me quedaba solo probaba siempre primero el de Dylan. Pero no había caso. El disco me gustaba, lo podía escuchar. A veces incluso lo escuchaba entero. Ahora, cuando empezaban a sonar Max y sus muchachos, la cosa cambiaba. De repente me sentía acompañado. Ya no había un borracho dándome la lata. Había cinco tipos que una noche de 1958 se habían juntado en Chicago para tocar un rato.
Kenny Dorham en la trompeta y Hank Mobley en el tenor, al unísono o puliendo como artesanos sus solos, me hablaban directamente. “Vamos, vamos, arriba” y yo trapeaba con más fuerza. Los otros tres hacían una base perfecta. El pianista, Ramsey Lewis, tenía ese toque limpio pero ligero que me encantaba y era obvio que los precisos palos de Max se llevaban muy bien con los graves de George Morrow (un negrazo medio desconocido que en Audio blues hacía un solito lento y canchero que me rompía la cabeza). Lo de ellos era una especie de bop bien colado y justo. Hasta las interveciones de bateria sola del jefe se volvían imprescindibles.
Después del primer tema, que le daba nombre al disco, seguían swingueando. Yo terminaba la primera pasada del suelo y ni me había dado cuenta. Una vez el turco que traía la mercadería se atrasó. Sonaba That ole devil love, una balada suave y melancólica donde el solo de Dorham casi me hacía llorar. Me lo dijo en alemán: “Ah, sí, eso yo lo entiendo”. Nos quedamos un rato callados esperando que el tema terminara. No sé que le recordaba a él la música, pero a mí me sonaba a Callao y Corrientes, a noches enteras tirado en la cama leyendo, a los días de lluvia en el Parque Rivadavia cuando el asfalto se moja y brilla.
Ahora, cuando escucho el disco, me acuerdo de Alemania, de mis desmedidas aspiraciones literarias, de mis aventuras europeas y de cómo, aunque estés en otra parte, el idioma universal del jazz siempre te devuelve algo. Sin pedirte nada, sin exigirte adhesiones, sin contarte nada más que lo estrictamente necesario.
4 Comments:
Terranova,
Time out of mind es groso! Me gustan las canciones impares (las folkys).
Atte.
Totalmente comprensible. A mí me pasa con Beethoven y Mozart (qué nivel!). Beethoven parece estar agarrándome de las solapas, diciéndome "¡Soy sordo, sufro, sufro!" En cambio Mozart me acompaña, sin molestar, despliega su arquitectura de felicidad o de melancolía, pero sin joder. Y eso no quiere decir que su música no sea apasionada (la sinfonía 25 por ej. es tremenda), sino que no te sicopatea con su tormenta. No sé mucho de jazz pero cuando lo escucho también me pasa algo así. Es una música que te deja un espacio para que entres. Dylan me gusta en dosis esporádicas. Pero no se puede escuchar dos de sus discos seguidos sin que te empiece a sonar a "borracho dándote la lata". Muy bueno Terra.
Gracias Juan. That ole devil love. El escritor, el turco, el usuario de eMule y yo...todos privilegiados.
Tampoco soy fanático de Dylan. Digamos que, en comparación, escucho un disco de Bob cada veinte de Lou Reed o cincuenta de Neil Young. De todos modos, deberías entrarle tal vez a discos más viejos, mi favorito en ese caso es "Bringing it all back home".
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