lunes, noviembre 21, 2005

Migraña

Por Ignacio Molina

23/06

Hoy fui a que me sacaran sangre. Con el puño cerrado al final del brazo extendido, imaginé cómo el rojo oscuro que avanzaba en la jeringa contrastaba con el delantal de la enfermera. Miré las paredes de la sala, y para evitar el mareo intenté pensar en otra cosa.

Hace un mes, unos pisos más arriba en esa misma clínica, nació mi cuarto sobrino. En el ascensor en que subí a conocerlo había tres hombres mayores.
–El otro día se me cayó uno –contó el menos canoso–. Por suerte del primer piso.
–¿Tenías A.R.T., tenías algo?
–No, qué voy a tener. Todo en negro. Más negro que él. Bolita era.

En otra oportunidad, cinco a seis años antes, había acompañado a la clínica a un amigo al que le picaba demasiado la planta de un pie. Eran las dos de la mañana. Lo vi entrar en la sala y me senté a esperarlo en los sillones que simulan un living. Adentro, el médico de guardia le preguntó si le molestaba mucho.
–No –me contó él que le hubiera contestado–. Vine acá, a esta hora y descalzo, porque tenía ganas de verte la cara.

Salgo con el brazo rígido, evitando mirar mi cara en las vidrieras. Camino hasta un bar para romper el ayuno. Pido un café doble con medialunas y busco un diario con la mirada. Calculo que desde hace ocho meses, cuando instalaron banda ancha en mi computadora, que no me acerco a un canillita un día de semana.
Todos los Clarines del día están ocupados, y el mozo me alcanza desde el mostrador, como consuelo y manoseado, un Página/12 de ayer. Leo el titular de la tapa, junto a la foto del militar muerto por un ataque cardíaco, (El infierno se reserva el derecho de admisión), y por segunda vez en la mañana esbozo una sonrisa.

14/07

Aguanto la última arcada. Tiro la cadena mientras, pese a la penumbra del baño, me veo lagrimear en el espejo. Hago buches rápidos para sacarme el gusto ácido. Vuelvo a la cama y siento cómo, al ruido de la cisterna, se le adhiere el de la alarma de un auto. Cierro los ojos y me presiono con un brazo el paño mojado sobre la frente. Ahora, aunque me parezca imposible, el dolor es más punzante que antes del vómito. Imagino mi cráneo al rojo vivo, y mi masa encefálica envuelta con alambres de púa. Intento pensar en algo que me distraiga, en la voz de un nene, en una jugada de gol, en una playa tranquila. Me propongo dejar la mente en blanco, pero enseguida suena el teléfono y es como si, impulsado desde la mesa de luz, un relámpago cayera de improviso sobre la cama, como un serrucho de carnicero partiéndome en dos la mitad del cerebro.


17/08

Hace casi dos meses fui a que me sacaran sangre. Un médico gastroenterólogo necesitaba saber a qué se debía el cuadro de mareos y jaquecas que se me presentaba cada tanto. El análisis posterior determinó que no tenía hepatitis ni ninguna enfermedad relacionada con el hígado.
–Además, si tu tuvieras hepatitis estarías amarillo. Hace poco vino un ponja y no pude darle un diagnóstico –bromeó el doctor.

Durante algo más de un año y medio atendí un maxi kiosco. Calculando que, mientras esperaba a los clientes, escuchaba la radio o tomaba notas en los dorsos de las boletas de compras, consumía aproximadamente cuatro golosinas por jornada (sin contar las que me llevaba a mi casa para el postre de la cena) puedo deducir que en ese lapso de tiempo entraron en mi cuerpo, en forma de barras y de alfajores, unas 1950 vituallas de chocolate. Si a esa cifra le sumo las tazas grandes de café instantáneo, matutinas y vespertinas, que tomaba para despabilarme y acompañar a las mini-tortas, no resulta difícil darse cuenta de dónde provenían los cuadros de malestar.

–¿Sos alcohólico? ¿Escabias mucho?
–Tomo sólo de vez en cuando, o en reuniones sociales.
–¿Morfás lindo?
–Lo normal, supongo.
–¿Le das con más ganas a lo dulce o a lo salado?
–A lo dulce.
–¿El kiosco que tenías se fundió por tu gula?

El doctor, sin más estudios ni análisis, cortó el hilo por lo más delgado.
–Va a ser mejor que no comás chocolate ni tomes café por un tiempo.
El plazo de abstinencia es indefinido. Pueden ser seis meses o veinte años.
–Pedí turno cuando te vuelvas a sentir jodido –me aconsejó, me recetó unas pastillas que facilitan la digestión y me despidió del consultorio con una palmada en el hombro.

Desde entonces, cancelé todo lo que tuviera que ver con el chocolate y con la cafeína: desayuno leche caliente con vainillas y reemplazo el alfajor triple de la media tarde con una golosina de dulce de leche. Al principio pensé que no iba a poder resistir la tentación, pero hasta ahora estoy llevando adelante la abstinencia con dignidad.

El problema de la vauquita es su tamaño: una sola no logra conformar una merienda, y más de una resulta empalagoso. Ayer la pedí en un kiosco nuevo que hay a la vuelta de mi trabajo.
–¿Qué querés, una vaquita, una colecta? Mirá vos, yo también quiero una.
–Vauquita, esa de cartón amarillo, esa que es como una barrita de dulce de leche endurecido . . .
–Ah, vaquerita me querés decir . . .
El kioskero, un muchacho dos o tres años menor que yo, conocía a la golosina por su nombre moderno; era su primera experiencia en el rubro. Desde el fondo del local llegaban las voces de un informativo. Sobre una mesa había biromes, una pila de libros, un cuaderno espiralado, envoltorios de alfajores y boletas de compras.

13/10

Nietzsche es el prototipo de la personalidad migrañosa: brillante, obsesivo y solitario. Tenía hasta 120 episodios al año. Algunos historiadores creen que su locura fue causada por este tremendo dolor y otros opinan que su comportamiento alocado originó sus cefaleas.
Se han descrito migrañas con síntomas como: negligencia, amnesia global transitoria, fluctuación de la intensidad del sonido, desorientación espacial y geográfica, pérdida de la tridimensionalidad, visión telescópica, visión en mosaico, déjà y jamais vu, alucinaciones gustativas.


20/10

El gastroenterólogo que me había encargado el análisis no pudo darme ninguna solución definitiva. La semana pasada, navegando por la red, descubrí un sitio que me informó que todos los síntomas y algunas de las causas de los cuadros de malestar que sufro cada tanto coinciden con los de la migraña.

Ayer, mi nuevo neurólogo me hizo acostar en una camilla y me explicó que a las alteraciones sensoriales que experimento antes de las jaquecas se las denomina "aura". Mirá vos, tengo migraña con aura, pensé, y –no sé si lo dije en voz alta– es algo así como estar mareado sin estar mareado.
Una asistente me colocó una gelatina pegajosa en distintos puntos de la cabeza y me conectó electrodos a la base del cráneo para determinar en qué sector del cerebro se halla la lesión.

En el baño del consultorio intenté, sin mucho éxito, sacarme los pegotes del cuero cabelludo. Después, mientras bajaba a la calle, recordé un fragmento de la primera charla con el doctor:

–Muchachito, ¿tenés conductas tóxicas o dañinas?
–Miro bastante televisión.
–Jeje. Digo: tabaco, porro, chupi, merca . . .

Ya en la calle, al pasar por una Boutique del Libro, pensé en el mío; parece que el título ya está definido y todo indica que mañana firmo el contrato con la editorial. Me acerqué a la mesa de novedades y lo imaginé ubicado ahí a la espera de lectores. Miré las tapas de un par de novelas y levanté Hiel, el libro de fotos y textos de Celeste Cid que se vende a cincuenta y nueve pesos. Lo abrí en una página al azar y, en letras manuscritas, sobre una especie de collage, leí algo así:

MIRAR PELICULAS DE DAVID LYNCH
DESNUDA EN TU CAMA
COMIENDO CHOCOLATES

Al instante, con una mueca, dejé el libro en su lugar. Yo paso, Celeste: no me gusta David Lynch, y ya no puedo comer chocolates.

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