miércoles, enero 18, 2006

Locutorio

por Daniela Allerbon
(sacado de El Interpretador, Nº 22)



-Pase a la cabina 7 por favor.

Caminó por el pasillo y entró al cubículo de vidrio. La pared y el piso estaban alfombrados de gris oscuro. El teléfono se apoyaba en una tabla atornillada en la pared. Mientras buscaba la agenda adentro de su carpeta de plástico verde, escuchaba discutir a una mujer que suponía centroamericana. Se encontraban cabina de por medio (la que estaba entre ellos estaba vacía). Le veía el pelo castaño oscuro, cortado a la altura de los hombros, con mucho volumen. Una parte lo tenía alaciado con el secador de pelo, la otra dejaba ver las ondas naturales un poco electrizadas por la humedad. Era un día nublado, como para hablar por teléfono. La mujer hablaba rápido pero muy claro. Cuando más se violentaba, la parte lacia del pelo se movía en bloque hacia los lados. Parecía un pelo bastante grueso.

-Si tú no vas a enviar el dinero, dímelo. No me dejes aquí esperando como una tonta.

Bajaba la cabeza y la subía con el teléfono muy pegado a la oreja.

-Es que no puedo volver. ¿Me escuchas? ¿Es que no lo entiendes?

Encontró la agenda y la puso sobre la mesita del teléfono. La abrió. Buscaba el teléfono del trabajo donde habían quedado en contestarle hacía una semana, mirando cómo los pelos y las palabras de la mujer bailaban con furia.

Discaba despacio, esperaba escuchar el “ratatatat” que hace el teléfono después de cada número para marcar el siguiente. Para no equivocarse, hundía los dedos en los números de plástico blando. Lo atendió el conmutador y marcó el número de interno. 367.

-Ya lo habíamos hablado. Creí que estaba claro… Sabes que te amo, pero no voy a volver. Es sencillo.

La centroamericana hablaba como cantando. “Senciio”. Decía que era “Senciio” y sonaba tan correcto. El pelo y el tronco acompañaban las palabras que subían y bajaban. Se apelmazaban al final de la frase y se volvían a soltar, dejando espacios de aire, en el comienzo de la oración siguiente. De pronto se le ocurrió que podía ser peruana. Los peruanos hablan con un castellano hermoso, de libro.

- Es que aquí sí tengo la posibilidad de trabajar.

Cortó y se quedó quieta. Lo había dicho casi gritando, con un temblor en la voz. Él se sobresaltó. Miró a la mujer que estaba dándole la espalda. No le veía la cara pero podía adivinarla. Podía adivinar incluso en lo que estaría pensando. Probablemente quisiera llorar o gritar pero estaba ahí sentada con la espalda apoyada en el vidrio, en silencio. Puede ser que llorara con esas lágrimas mudas que no arrugan la cara. Pero no, sonaba muy firme en la discusión. Enojada. Estaría masticando la bronca y necesitaría un rato para salir de esa situación y poder hablarle a la empleada del locutorio para pagarle. El locutorio es un lugar inhóspito para quedarse quieto, mostrando los sentimientos más íntimos a un desconocido que no puede evitar mirar. Dejó de observarla y se concentró en el sonido del teléfono. Atendieron a la cuarta vez que sonó.

- Hola.

- Hola, ¿por favor con Roberto Huidobro?

- El Sr. Huidobro no está. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

-¿Usted es nuevo?

- Sí. Empecé ayer.

- Ahh.... No le diga nada....

- Cómo no. Hasta luego.

- Hasta luego.

Toda la normalidad se le cayó. Se quedó mirando hacia delante. Hacia la mujer quieta y muda. Estuvo a punto de llorar. Ahora estaban los dos, en fila india, en sus cubículos de vidrio.

Hacía un año que buscaba trabajo. Se había postulado para un puesto administrativo. Había una sola vacante y él tenía experiencia y estudios que estaban muy por encima de lo que pedían. Le habían hecho una entrevista y un test psicotécnico en el que había tenido que dibujar a su familia, además de unos ejercicios parecidos a los problemas de ingenio. Él se había dibujado a la izquierda de todos, último. Tenía pelo solamente arriba de cada oreja, dos rulos como los de Moe, de los Tres Chiflados y una pelada redonda, perfecta. En el centro dos puntitos mínimos hacían de ojos. Los pies y los brazos eran palitos. La boca era una raya horizontal que cruzaba la cara de un extremo al otro. A su derecha dibujó una mujer mucho más baja, con anteojos, que lo agarraba de los palitos que venían a ser sus dedos. Separadas por el caminito de entrada a la casa estaban su hija, su yerno y su nieta. La beba estaba en los brazos de su hija y parecía un gusano. Era como si se hubiera inspirado en Oaqui, el bebé millonario del dibujito de Hijitus. Al yerno le hizo unas manchas negras con el canto del lápiz para señalar la barba candado. Hacía mucho que no usaba un lápiz negro, ya no los venden más en los kioscos, y disfrutaba de la suavidad del roce con el papel. Seguía su hijo con un aro en la oreja derecha y unos pantalones amplios que le llegaban justo debajo de la rodilla: unos rectángulos sobre los palitos. Para identificar a las mujeres (todas con pelo corto) les había hecho polleras con forma de triángulo aunque siempre usaban pantalones. No pudo evitar hacer la casa con la chimenea y el humo que salía en espiral. Estuvo a punto de dibujar al perro. De pronto se dio cuenta de que las personas que había dibujado eran casi tan altas como la casa. Eso seguro que significaba algo. Empezó a transpirar. Ellos iban a descubrir algo sobre él que él ni siquiera sospechaba de sí mismo. No tenía idea de qué era lo correcto en estos casos. Tuvo el impulso de borrar todo y empezar de nuevo, dibujando la línea de tierra y ubicando a todos prolijamente sobre ella. Repasó el espiral del humo y agujereó la hoja, sin querer.

Eso seguro que significaba algo.

Respiró hondo. Miró el teléfono como si pudiera decirle alguna cosa aún colgado. Tenía los ojos rojos, cruzados por venitas. Cuando se levantó, la mujer peruana seguía sentada, en silencio.

-Cabina 7.

-Son veinticinco centavos. La cajera hablaba mirando el ticket que estaba saliendo de la máquina.

Empujó la puerta hacia fuera y salió a la calle. Se tuvo que poner el saco. Era un día frío.

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