Emmeline Grangerford
Por Juan Incardona
En ese libro genial titulado Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain presenta a un personaje infantil muy tierno, aunque misterioso: una niña que aún no había cumplido los catorce años y que era aficionada hondamente a la poesía. Su nombre era Emmeline Grangerford y era capaz de escribir poemas sobre cualquier cosa, pero con una salvedad: tenía que tratarse de temas tristes.
Para inspirarse coleccionaba recortes de necrológicas y accidentes y los pegaba en un álbum. Mientras vivió, Emmeline adquirió cierta popularidad, pues, cada vez que alguien moría, aparecía en el velorio, aunque no conociera al difunto, y allí componía rápidamente un poema que denominaba “homenaje”, que luego recitaba.
“Cada vez que moría un hombre, o moría una mujer, o moría un niño, aparecía ella con su “homenaje” antes de que se enfriara el muerto. (...) Los vecinos decían que primero llegaba el médico, luego Emmeline, y más tarde la funeraria...”
Yo la conocí, en San Justo, promediando la década del 80. Fue una experiencia verdaderamente bizarra. Les cuento.
En aquella época realizaba, junto a mis amigos, varias actividades comunitarias en mi barrio. Trabajábamos con diferentes instituciones, como la Sociedad de Fomento, la escuela 137, la parroquia Sagrado Corazón, los Scouts, etc. Una buena parte de los alimentos que administrábamos la conseguíamos a través del peronismo. Ya sea en la Municipalidad, ya en alguna Unidad Básica, la mayoría de nosotros tenía relaciones con militantes y punteros. Y para que te den, tenés que dar algo a cambio. Y en La Matanza eso significa poner el cuerpo.
En una oportunidad, fuimos a la Municipalidad que está en Ugarte y Caaguazú, en Villa Celina, y pedimos una buena cantidad de alimentos para un campamento que estábamos organizando. Tuvimos que ir tres pibes a San Justo, una tarde, a unos galpones del Partido Justicialista donde laburaba un montón de gente. Recuerdo que estaban en plena campaña. Nos dijeron que “lo nuestro” iba a llegar más tarde, tipo ocho, así que teníamos que hacer tiempo. Rápidamente nos engancharon para ir a pegar carteles. No podíamos negarnos. Nos subieron a una camioneta junto a otros dos muchachos y empezamos la recorrida por todo San Justo.
Después de tres horas de trabajo, el chofer, un tipo bastante simpático, para la camioneta, baja, y nos dice que tenía que pasar por un velorio, que por favor lo acompañáramos, que eran cinco minutos, que tenía que saludar a no sé qué pariente del finado. Todos quedamos estupefactos. El tipo insistió tanto que, al final, aceptamos, aunque le remarcamos que tenía que ser algo breve. Sí, sí, no se preocupen, nos repetía, es un toque. Nuestro viaje pegaba este giro increíble. Se hacía de noche y nosotros yendo a un velorio y todavía teníamos que ir a buscar los alimentos que nos habían prometido. Llegamos. El chofer, Tito creo que le decían, nos insistió para que entráramos.
Parece que teníamos que hacer bulto, no sé por qué. Hay una escena de la película Esperando la carroza que parece sacada de aquel día. Apenas entramos, Tito se encontró con su amigo y empezaron a charlar. Mis compañeros y yo nos sentamos y esperamos. Había poca gente y mucho silencio. Repentinamente, una nena se puso de pie, desplegó una hojita y, sin preámbulo de ninguna clase, empezó a leer un poema junto al cajón. Quedé impresionado. Todos los que estábamos allí, supongo. Y me dio mucha tristeza, aunque la nena no lloró ni demostró estar apenada, sólo leía, con mucha solemnidad, su poema. Lo primero que pensé, evidentemente, es que el muerto era un ser querido de la nenita, tal vez el abuelo, quién sabe. Pero no, porque cuando nos fuimos, Tito nos contó que, hablando con su amigo, éste le dijo que no tenía idea de quién era esa nena ni por qué estaba leyendo eso. Increíble y bastante aterrador. Nos despedimos y volvimos a los galpones del Partido. Al final nos dieron los alimentos y bastante tarde volvimos a Celina.
No sé qué habrá sido de aquella Emmeline bonaerense. Si aún vive, ya debe estar cerca de los treinta. La imagino, ahora, en alguna casa de La Tablada, de Aldo Bonzi, de Ciudad Evita, leyendo sus homenajes a hombres caídos en desgracia.
En ese libro genial titulado Las aventuras de Huckleberry Finn, Mark Twain presenta a un personaje infantil muy tierno, aunque misterioso: una niña que aún no había cumplido los catorce años y que era aficionada hondamente a la poesía. Su nombre era Emmeline Grangerford y era capaz de escribir poemas sobre cualquier cosa, pero con una salvedad: tenía que tratarse de temas tristes.
Para inspirarse coleccionaba recortes de necrológicas y accidentes y los pegaba en un álbum. Mientras vivió, Emmeline adquirió cierta popularidad, pues, cada vez que alguien moría, aparecía en el velorio, aunque no conociera al difunto, y allí componía rápidamente un poema que denominaba “homenaje”, que luego recitaba.
“Cada vez que moría un hombre, o moría una mujer, o moría un niño, aparecía ella con su “homenaje” antes de que se enfriara el muerto. (...) Los vecinos decían que primero llegaba el médico, luego Emmeline, y más tarde la funeraria...”
Yo la conocí, en San Justo, promediando la década del 80. Fue una experiencia verdaderamente bizarra. Les cuento.
En aquella época realizaba, junto a mis amigos, varias actividades comunitarias en mi barrio. Trabajábamos con diferentes instituciones, como la Sociedad de Fomento, la escuela 137, la parroquia Sagrado Corazón, los Scouts, etc. Una buena parte de los alimentos que administrábamos la conseguíamos a través del peronismo. Ya sea en la Municipalidad, ya en alguna Unidad Básica, la mayoría de nosotros tenía relaciones con militantes y punteros. Y para que te den, tenés que dar algo a cambio. Y en La Matanza eso significa poner el cuerpo.
En una oportunidad, fuimos a la Municipalidad que está en Ugarte y Caaguazú, en Villa Celina, y pedimos una buena cantidad de alimentos para un campamento que estábamos organizando. Tuvimos que ir tres pibes a San Justo, una tarde, a unos galpones del Partido Justicialista donde laburaba un montón de gente. Recuerdo que estaban en plena campaña. Nos dijeron que “lo nuestro” iba a llegar más tarde, tipo ocho, así que teníamos que hacer tiempo. Rápidamente nos engancharon para ir a pegar carteles. No podíamos negarnos. Nos subieron a una camioneta junto a otros dos muchachos y empezamos la recorrida por todo San Justo.
Después de tres horas de trabajo, el chofer, un tipo bastante simpático, para la camioneta, baja, y nos dice que tenía que pasar por un velorio, que por favor lo acompañáramos, que eran cinco minutos, que tenía que saludar a no sé qué pariente del finado. Todos quedamos estupefactos. El tipo insistió tanto que, al final, aceptamos, aunque le remarcamos que tenía que ser algo breve. Sí, sí, no se preocupen, nos repetía, es un toque. Nuestro viaje pegaba este giro increíble. Se hacía de noche y nosotros yendo a un velorio y todavía teníamos que ir a buscar los alimentos que nos habían prometido. Llegamos. El chofer, Tito creo que le decían, nos insistió para que entráramos.
Parece que teníamos que hacer bulto, no sé por qué. Hay una escena de la película Esperando la carroza que parece sacada de aquel día. Apenas entramos, Tito se encontró con su amigo y empezaron a charlar. Mis compañeros y yo nos sentamos y esperamos. Había poca gente y mucho silencio. Repentinamente, una nena se puso de pie, desplegó una hojita y, sin preámbulo de ninguna clase, empezó a leer un poema junto al cajón. Quedé impresionado. Todos los que estábamos allí, supongo. Y me dio mucha tristeza, aunque la nena no lloró ni demostró estar apenada, sólo leía, con mucha solemnidad, su poema. Lo primero que pensé, evidentemente, es que el muerto era un ser querido de la nenita, tal vez el abuelo, quién sabe. Pero no, porque cuando nos fuimos, Tito nos contó que, hablando con su amigo, éste le dijo que no tenía idea de quién era esa nena ni por qué estaba leyendo eso. Increíble y bastante aterrador. Nos despedimos y volvimos a los galpones del Partido. Al final nos dieron los alimentos y bastante tarde volvimos a Celina.
No sé qué habrá sido de aquella Emmeline bonaerense. Si aún vive, ya debe estar cerca de los treinta. La imagino, ahora, en alguna casa de La Tablada, de Aldo Bonzi, de Ciudad Evita, leyendo sus homenajes a hombres caídos en desgracia.
12 Comments:
qué lindo post, juan.
Incardona,
Bonito post!
Atte.
la juventud ya no es lo quera
yo quiero una emmeline para cuando me muera. :)
Qué buen personaje el de Emmeline. Me encanta. No podía ser sino una niña.
saluditos!
Gracias por la lectura y los comentarios.
Jimena: Por supuesto! Yo también quiero una emmeline cuando me muera.
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(lo que no recuerdo es el personaje, yo también leí las aventuras de huck finn y la escena que se me quedó particularmente "pegada" es una en la que él y su amigo tom están en la casa de la tía... era en lo de la tía? y la vuelven loca con unas cucharitas: esconden una cucharita en la manga y le piden a la tía que cuente cuántas hay, luego la devuelven subrepticiamente y le piden que repita la operación, así hasta que la tía desiste y decide olvidarse de las cucharitas. se la roban para no sé qué propósito secreto, para alguna aventura que estarían planeando, seguramente. ah, antes de que me olvide, maravilloso un cuento tuyo que leí por ahí... el de los pibes que hacen el recital en la calle, en villa celina, la voz del narrador... en fin)
salút,
Buenísimo, Jimena, muchas gracias por todo.
Genial ese pasaje de las cucharitas. Hay varios. Un maestro, Twain.
saludos
Che, esto y el 80, están muy buenos
Gracias, Fabián, me alegra enormemente que le guste.
Un abrazo
pd: Ayer Mairal nos contó acerca del origen del apodo El remisero absoluto y, si mal no recuerdo, hay pequeñas diferencias con su versión.
Cool blog, interesting information... Keep it UP » » »
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