Una suave brisa socialdemócrata
Por Santiago Llach (publicado en monolingua)
Empecé a leer Vientos de huracán, de Tim Lott (Barcelona, Tusquets, 2004, trad. Javier Calvo) ya en marzo de este año, cuando fue distribuido en la Argentina, y vengo a terminarlo seis meses después. No porque su lectura sea densa, no; todo lo contrario. Pero por algún motivo lo confiné a lecturas breves, lo paseé por distintos depósitos caseros de libros en viaje y lo abandoné incluso durante períodos de meses.
No por obvia, no puedo dejar de mencionar la prevención que provoca en mí un libro de la colección Andanzas de Tusquets. Prima negra de la amarilla "Panorama de narrativas" de Anagrama, ambas representan algo así como la fuerza de choque de la industria editorial española para nuestra identidad lectora latinoamericana. En algún sentido son inobjetables, y también ineludibles. Con su diseño casi inalterado, fueron nuestro primer acceso a Carver o a Duras, para nombrar a dos que para bien o para mal se erigen en hitos para una historia de nuestras lecturas. ¿Qué idea de la literatura intenta forjar este par de colecciones en nuestras cabezas? Insisto, todo esto no deja de tener una relación estrecha con el hecho de que España no para de crecer económicamente desde fines del franquismo y la Argentina cae con consistencia desde el Rodrigazo. Lo cual nos obligó a conocer a muchos escritores a través del español que se habla en España: yo habría tomado la misma decisión de traducción que tomó Herralde. Esto es: cagarse en el mercado latinoamericano. Pero como no soy Herralde sino un ciruja literario, eso no deja de molestarme. Y no dejo de advertir que estos catálogos diversos y amables abundan, por ejemplo, tanto en los subtes de Madrid como en las playas de Punta del Este, pero no recuerdo haber visto ninguno en la línea A de subterráneos. Lejos de mí la queja; apenas la constatación, la sospecha.
Vientos de huracán, entonces. Que comienza con un equívoco. ¿Un huracán no es un viento? La expresión aparece utilizada unas pocas veces en Google, pero me abruma ya con cierta redundancia, y la sensación de que el título original (Rumours of a Hurricane), tampoco brillante, habría estado mejor.
Esta es una novela de superficie, y en eso no se distingue de muchos títulos de literatura norteamericana reciente a los que hemos accedido en estos años.
El autor del libro es inglés, y el huracán del título refiere a las políticas económicas de Margaret Thatcher. Hay novelas muy inferiores a su título, como The Corrections de Jonathan Franzen. El contenido de Vientos de huracán es bastante más interesante que la torpe metáfora que lo sintetiza en la portada, pero no llega ni en pedo a convertirlo en una gran novela.
Hay ante todo un problema de índole puramente política. Pero vayamos primero al argumento. El final nos es contado al principio: en Londres, 1991, un homeless alcohólico muere atropellado por un camión. Quince páginas más tarde, flasback hacia 1979, y de ahí en adelante la historia de cómo Charles Buck, acompañando las euforias y la crisis de la economía thatcherista, va perdiendo dinero y familia hasta quedar en la ruina.
Me pasan dos cosas básicas con este libro. Una, que el modo como la política y la economía sobredeterminan a los individuos me interesa. Un realismo globalizado que considero bien resuelto. Las neurosis y las percepciones contemporáneas, descritas con gracia y oscuridad. Una literatura de nombres propios.
Eso por un lado. Por el otro, que esto sea un lindo cuentito de las Naciones Unidas. El problema político antes mencionado: la dificultad de la convivencia, aquí y ahora, del arte y la corrección política. No estoy proponiendo lo inverso, que el arte deba ser políticamente incorrecto: sería una banalidad. Pero creo reconocer un problema en la transparencia de la metáfora que reúne a un huracán con la señora Thatcher. El mismo problema que obligó a un lector sin duda fino como Juan Pablo Bertazza a decir que este libro "parece querer obligarnos a revisitar todo aquello que pasó en nuestro país en la década del 90, ese sueño líquido que terminaría evaporándose –algunos años después– en el aire, como todo lo que alguna vez fue o pareció sólido". Es lo que el libro obliga a decir a quien lo reseña para Página/12.
Las que a mi juicio son dos de las mejores novelas argentinas de los años noventa -o al menos las dos mejores entre las que se proponen recoger desde un realismo explícito esa época-, El traductor de Salvador Benesdra y Vivir Afuera de Rodolfo Enrique Fogwill Piranza, lo son porque reconocen con total claridad ese problema. Fogwill lo resuelve expresando su cierta admiración por Domingo Felipe Cavallo (y digo "su" porque, aunque se la adjudica a un dealer que en un telo ve vociferar al pelado por Crónica TV, se trata de una supuesta novela coral que en verdad sólo recoge, y de manera muy evidente, la voz del Fogwill real). Es una gran resolución. Porque una literatura de este tipo nunca puede ser moral, una literatura que intenta retratar la época tiene que entender lo que pasa, ponerse en el lugar del otro, absorber con su cuerpo el mal hasta que al autor mismo le resulte indisociable de sí. Y esto no en términos teóricos, sino en términos prácticos, verificables mediante síntomas.
La solución de Benesdra es más radical, y no sólo porque se haya suicidado. Para Benesdra, la modernización es necesaria, es implacable y la izquierda del antiguo régimen no puede dar cuenta de ella. Y no sólo eso: una salteña evangelista puede dar mejores respuestas a los cambios del mundo y hacer nacer la esperanza desde lo oscuro de su piel: todo lo contrario de la moraleja populista, el texto de Benesdra se solaza en las limitaciones de un razonamiento (el de su narrador protagonista) que, en toda su lucidez, carece de los elementos constitutivos para entender la verdad de lo que pasa.
Igual que la colección que lo aloja y su prima anagramesca, Vientos de huracán despierta en mí a la vez interés y desprecio. La sospecha de una imaginación moderada. Una literatura convertida en amable referencia cultural para los imaginarios artie de clase media: la idea de la literatura que pesqué en los lugares de Europa y los Estados Unidos por donde estuve.
Hay un aspecto formal para este problema político que aqueja a Vientos de huracán: el libro sigue la trayectoria de su personaje sólo hasta el momento en que, borracho, se lanza a la calle, y de ahí directo al crematorio, obviando el año y pico en que deambula por ahí. Esa reticencia a dar cuenta de la verdadera oscuridad para detenerse en la neurosis de los pequeños propietarios, que avergonzaría a Céline pero quizás también a Balzac y a Salinger, marca los límites de esta narrativa moral.
Empecé a leer Vientos de huracán, de Tim Lott (Barcelona, Tusquets, 2004, trad. Javier Calvo) ya en marzo de este año, cuando fue distribuido en la Argentina, y vengo a terminarlo seis meses después. No porque su lectura sea densa, no; todo lo contrario. Pero por algún motivo lo confiné a lecturas breves, lo paseé por distintos depósitos caseros de libros en viaje y lo abandoné incluso durante períodos de meses.
No por obvia, no puedo dejar de mencionar la prevención que provoca en mí un libro de la colección Andanzas de Tusquets. Prima negra de la amarilla "Panorama de narrativas" de Anagrama, ambas representan algo así como la fuerza de choque de la industria editorial española para nuestra identidad lectora latinoamericana. En algún sentido son inobjetables, y también ineludibles. Con su diseño casi inalterado, fueron nuestro primer acceso a Carver o a Duras, para nombrar a dos que para bien o para mal se erigen en hitos para una historia de nuestras lecturas. ¿Qué idea de la literatura intenta forjar este par de colecciones en nuestras cabezas? Insisto, todo esto no deja de tener una relación estrecha con el hecho de que España no para de crecer económicamente desde fines del franquismo y la Argentina cae con consistencia desde el Rodrigazo. Lo cual nos obligó a conocer a muchos escritores a través del español que se habla en España: yo habría tomado la misma decisión de traducción que tomó Herralde. Esto es: cagarse en el mercado latinoamericano. Pero como no soy Herralde sino un ciruja literario, eso no deja de molestarme. Y no dejo de advertir que estos catálogos diversos y amables abundan, por ejemplo, tanto en los subtes de Madrid como en las playas de Punta del Este, pero no recuerdo haber visto ninguno en la línea A de subterráneos. Lejos de mí la queja; apenas la constatación, la sospecha.
Vientos de huracán, entonces. Que comienza con un equívoco. ¿Un huracán no es un viento? La expresión aparece utilizada unas pocas veces en Google, pero me abruma ya con cierta redundancia, y la sensación de que el título original (Rumours of a Hurricane), tampoco brillante, habría estado mejor.
Esta es una novela de superficie, y en eso no se distingue de muchos títulos de literatura norteamericana reciente a los que hemos accedido en estos años.
El autor del libro es inglés, y el huracán del título refiere a las políticas económicas de Margaret Thatcher. Hay novelas muy inferiores a su título, como The Corrections de Jonathan Franzen. El contenido de Vientos de huracán es bastante más interesante que la torpe metáfora que lo sintetiza en la portada, pero no llega ni en pedo a convertirlo en una gran novela.
Hay ante todo un problema de índole puramente política. Pero vayamos primero al argumento. El final nos es contado al principio: en Londres, 1991, un homeless alcohólico muere atropellado por un camión. Quince páginas más tarde, flasback hacia 1979, y de ahí en adelante la historia de cómo Charles Buck, acompañando las euforias y la crisis de la economía thatcherista, va perdiendo dinero y familia hasta quedar en la ruina.
Me pasan dos cosas básicas con este libro. Una, que el modo como la política y la economía sobredeterminan a los individuos me interesa. Un realismo globalizado que considero bien resuelto. Las neurosis y las percepciones contemporáneas, descritas con gracia y oscuridad. Una literatura de nombres propios.
Eso por un lado. Por el otro, que esto sea un lindo cuentito de las Naciones Unidas. El problema político antes mencionado: la dificultad de la convivencia, aquí y ahora, del arte y la corrección política. No estoy proponiendo lo inverso, que el arte deba ser políticamente incorrecto: sería una banalidad. Pero creo reconocer un problema en la transparencia de la metáfora que reúne a un huracán con la señora Thatcher. El mismo problema que obligó a un lector sin duda fino como Juan Pablo Bertazza a decir que este libro "parece querer obligarnos a revisitar todo aquello que pasó en nuestro país en la década del 90, ese sueño líquido que terminaría evaporándose –algunos años después– en el aire, como todo lo que alguna vez fue o pareció sólido". Es lo que el libro obliga a decir a quien lo reseña para Página/12.
Las que a mi juicio son dos de las mejores novelas argentinas de los años noventa -o al menos las dos mejores entre las que se proponen recoger desde un realismo explícito esa época-, El traductor de Salvador Benesdra y Vivir Afuera de Rodolfo Enrique Fogwill Piranza, lo son porque reconocen con total claridad ese problema. Fogwill lo resuelve expresando su cierta admiración por Domingo Felipe Cavallo (y digo "su" porque, aunque se la adjudica a un dealer que en un telo ve vociferar al pelado por Crónica TV, se trata de una supuesta novela coral que en verdad sólo recoge, y de manera muy evidente, la voz del Fogwill real). Es una gran resolución. Porque una literatura de este tipo nunca puede ser moral, una literatura que intenta retratar la época tiene que entender lo que pasa, ponerse en el lugar del otro, absorber con su cuerpo el mal hasta que al autor mismo le resulte indisociable de sí. Y esto no en términos teóricos, sino en términos prácticos, verificables mediante síntomas.
La solución de Benesdra es más radical, y no sólo porque se haya suicidado. Para Benesdra, la modernización es necesaria, es implacable y la izquierda del antiguo régimen no puede dar cuenta de ella. Y no sólo eso: una salteña evangelista puede dar mejores respuestas a los cambios del mundo y hacer nacer la esperanza desde lo oscuro de su piel: todo lo contrario de la moraleja populista, el texto de Benesdra se solaza en las limitaciones de un razonamiento (el de su narrador protagonista) que, en toda su lucidez, carece de los elementos constitutivos para entender la verdad de lo que pasa.
Igual que la colección que lo aloja y su prima anagramesca, Vientos de huracán despierta en mí a la vez interés y desprecio. La sospecha de una imaginación moderada. Una literatura convertida en amable referencia cultural para los imaginarios artie de clase media: la idea de la literatura que pesqué en los lugares de Europa y los Estados Unidos por donde estuve.
Hay un aspecto formal para este problema político que aqueja a Vientos de huracán: el libro sigue la trayectoria de su personaje sólo hasta el momento en que, borracho, se lanza a la calle, y de ahí directo al crematorio, obviando el año y pico en que deambula por ahí. Esa reticencia a dar cuenta de la verdadera oscuridad para detenerse en la neurosis de los pequeños propietarios, que avergonzaría a Céline pero quizás también a Balzac y a Salinger, marca los límites de esta narrativa moral.
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