martes, febrero 07, 2006

Gonzalez

Por Ignacio Molina

Escuché la voz de González, el portero del edificio de al lado, a través de la ventanilla por la que atendía a los clientes:
–Flaco, hoy hace treinta años que me metieron en cana –me dijo como al pasar mientras terminaba de barrer la vereda.

"Si no la contaba se moría", decía mi viejo cada vez que alguien –el mozo de un bar o un conocido que nos cruzábamos por la calle– se alejaba con una sonrisa de satisfacción luego de contarnos su anécdota. Recordé esa frase mientras le preguntaba a González "¿a quién boleteaste?", antes de abrirle la puerta del local suponiendo que ésta superaría en calidad a su promedio de historias.
González entró, buscó un Jorgito blanco en la caramelera, apoyó la escoba contra la heladera exhibidora y contó algo más o menos así:

–Sí, hace treinta años volvió Perón. Pero esto no tiene nada que ver, o casi nada. Calculá que yo tenía quince años. Vivía en Mar del Plata, y a veces, como mi viejo me mandaba a laburar, hacía changas ayudando a un tipo que colocaba alfombras y cortinados . . . Sí, cuando me iba mal en la escuela . . . Bueno, resulta que un día, volvía a mi casa a la tarde, y me para un patrullero, salió un tipo, un cana de civil, me metió adentro a los golpes, y en el asiento de atrás me siguieron pegando. "¿Adónde está la guita, pibe?", me decían. ¿Qué mierda pasaba? . . . Yo no entendía nada, no podía ni hablar. Cagado en las patas estaba . . . Sí, quince años tenía, un pendejito era . . . Perá que te cuento . . . Parece que a una señora, una vieja, que le habíamos hecho un laburo en la casa, le faltaban como 40.000 dólares de la caja fuerte. Le habían afanado, y cuando fue a hacer la denuncia y le preguntaron de quién sospechaba me mandó en cana a mí . . . Sí, vieja de mierda . . . Yo no tenía nada que ver . . .

No, qué me van a soltar enseguida. Más de un día me tuvieron encerrado . . . Y los canas estaban convencidos de que yo era el chorro, o se hacían los que estaban convencidos. A la noche me siguieron pegando, me preguntaban por la guita y ahí me contaron que la vieja esa me había botoneado mal, y después me torturaron para que firme un papel: las manos contra la pared y picana en los testículos . . . sí, picana . . . firmé una declaración o algo así . . . Al otro día mi vieja me llevó dos sánguches de milanesa así gigantes a la comisaría, y los guachos no me dieron nada, me los mostraron y se los comieron ellos . . . Al final me largaron, pero quedé enganchado. Mi viejo se gastó no sé cuánta guita en un abogado y quedé como inocente, pero la vieja esa seguía pensando que era yo. Una vez se cruzó a mi vieja en la calle y le dijo "cuide mejor a su nene" . . . Sí, picana en los testículos, no sabés cómo quema . . .

Supongo que, si en ese momento no hubiera habido una clienta escuchando, González habría gesticulado más y, en vez de "los testículos", habría dicho "los huevos" o "las pelotas".

Ese invierno tuve que dejar el kiosco, y al verano siguiente fui a pasar unos días a Mar del Plata con mi novia. Una tarde nublada salí del hotel, crucé la calle, y no me sorprendió escuchar la voz de González que me llamaba desde el interior de un bar.
Nos saludamos con un abrazo; parecía contento de verme. Me pidió que me sentara y, después de contarme trivialidades y de preguntarme que quería tomar, señaló a uno de los hombres que ocupaban la mesa del fondo del local.
–¿Te acordás cómo me contabas que te vengarías?

Aunque el hombre ya andaba cerca de los sesenta años, González estaba seguro de que era uno de sus torturadores. Además, había hecho una pequeña investigación y, durante casi una semana, había armado un cronograma de su rutina. El tipo rengueaba, tenía una bala alojada en una rodilla y mantenía una disciplina policial: cada tarde, a las siete en punto, cruzaba lentamente la calle y se encontraba en el bar, para tomar un vermut y jugar a las cartas, con otros retirados de la fuerza.

Al día siguiente salió el sol y pude ir a la playa. A las siete de la tarde, de vuelta en el hotel, giraba las canillas de la ducha cuando escuché, sin una frenada premonitoria, el ruido seco de un golpe y un grito de mujer. Lo primero que vi al asomarme por la ventana fue el techo del Peugeot de González, que había quedado con una de sus ruedas delanteras encima de la vereda. Durante el tiempo que yo había tardado en cruzar la habitación, desnudo y mojado, ya se habían juntado unos diez curiosos en la esquina, y algunos más se asomaban por la puerta del bar.

5 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Muy bueno, Molina. Pero es real o ficción?

2:16 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

deberíamos eliminar los bares. allí ya transcurrieron y transcurren demasiadas cosas. deberíamos comenzar a vivir en otros lados; puestos de panchos o algo así.

saludos.
nos leemos.

ah, buen texto.

4:26 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Quién dijo que los González somos todos iguales. Para nada, cada González es un mundo. Acá queda demostrada la "importancia de llamarse González".

11:26 a. m.  
Anonymous Anónimo said...

best regards, nice info » » »

12:52 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

best regards, nice info » »

11:33 p. m.  

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