martes, junio 27, 2006

May The Force be with you



por Fabián Casas


Con los pies hinchados en la palangana,
Glorita debe estar pensando en qué momento
dejó de ser la Princesa Leila,
para casarse con ese hombre que duerme
-los pies amarillos y el sudor tatuado-
en el medio de la cama matrimonial.


(de El Spleen de Boedo)

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lunes, junio 19, 2006

La epopeya del bebedor de whisky


por Fabián Casas

William Faulkner fue un crack. Sin embargo, le costó muchísimo poder llegar a imponer su obra. Toda su carrera literaria está jalonada por los cachetazos que le fueron pegando editores de revistas y editoriales que rechazaban sus relatos y novelas aún cuando ya había escrito “El sonido y la furia” y “Luz de agosto”, entre otras obras maestras. Algunos de sus contemporáneos, en cambio, no dudaban. Hemingway (quien rivalizaba con él en el podio del gran novelista americano) solía decir que “Primero de todos está Bill, no hay nadie que escriba como él”. Después de haber publicado “La paga de los soldados” y “Mosquitos” –obras que causaron cierta repercusión y que fueron bien reseñadas por los críticos- Faulkner se abocó a escribir una obra que, según le decía a sus amigos, iba a revolucionar la literatura. La obra se llamaba “Banderas sobre el polvo” . (sigue acá)

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miércoles, mayo 10, 2006

La Cartoon Era

por Fabián Casas

Algunas consideraciones sobre este párrafo publicado en Haceme Llegar:

Toda la basura a los cartoneros

Si hablamos de la relación entre basura y subjetividad en la poesía, es imposible no hacer referencia a la que posiblemente sea la editorial más famosa de la literatura actual, que es, por supuesto, Eloísa Cartonera. Hagamos primero unas consideraciones generales. En Eloísa Cartonera tenemos escritores de cierto renombre publicados en unos libros de cartón, todos hechos a mano por cartoneros reales, de los cuales no se produce más que un pequeño puñado. Hay un gesto a analizar aquí. El hecho de usar cartón para editar literatura representa la utopía autorreflexiva del capital: no hay puro resto, no hay basura, todos los desechos reingresan al mercado gracias a cierto proceso. El cartón pertenece claramente a este concepto –todo el trabajo de los cartoneros pasa por revolver la basura y encontrar algo que pueda ser reinsertado en el mercado. Nos hallamos entonces ante una editorial cuyo rasgo distintivo es algo así como una “desfetichización de la mercancía”, ya que es imposible no notar en ella el hecho de que contiene trabajo humano. El cartón, y su defectuosa o cómica conversión en un libro, nos grita que ha sido manipulado por un cartonero. En esta medida, caería la apariencia del fetichismo, puesto que veríamos “la verdad” del valor de una mercancía, a saber, el trabajo humano. Pero, incluso si aceptamos este punto, es justo aquí que empezaría a operar una perversa inversión dialéctica: si se desfetichiza el producto, se fetichiza el productor. Pues es evidente que estamos invitados a ver en esos cartoneros no una mera fuerza de trabajo, actualizable en diversos trabajos empíricos, sino algo como un Cartonero en sí. El verdadero objeto de Eloísa Cartonera no es meramente vender literatura, pues antes que nada y todo el tiempo nos abruma el ser-cartón del libro. Tampoco se trata de asistencia social (darles trabajo a los cartoneros), sino en cierto modo de vendernos cartoneros: vendernos libros por el hecho de que han sido fabricados por cartoneros. Así, el cartonero se vuelve alguien sublime, se estetiza, se convierte en alguien “bello” –de hecho, podemos ir a verlos mientras trabajan... (¿no hay aquí cierto sesgo pornográfico?) La belleza del cartonero emana de estar entre basura; más aún, de que la basura lo defina intrínsecamente. Incluso cuando hace un libro, sigue siendo un cartonero (y no un obrero); la basura lo persigue a todas partes, no se la podrá sacar jamás de encima. Lo que hay implícito en esto es un chapoteo perverso en la basura, que eterniza una coyuntura histórica en lugar de percibirla en su devenir. El cartonero siempre será cartonero, y la basura siempre será su concepto –ésta es la significación ideológica última de Eloísa Cartonera”.


Las consideraciones:

Durante las jornadas del Rojas dedicadas a los 30 últimos años de nuestra querida y remota poesía, dos nenitos (a uno de ellos yo la conocía, la adorable Anita Mazzoni) hablaron de la cualquierización de la poesía de los noventa (lo cual me inspiró esta garcha: “acaban de poner en venta/a los mogólicos del 90”). Más claro: ponían el eje de su discurso en el envase, en la forma en que están hechos los libros de los noventa –y le daban a la matraca a Marx, el fetichismo de la mercancía etc, etc-. Parece ser que el formato, la materialidad del broli, define a la poesía. La tesis era voluntariosa y los que estuvieron en el Rojas valoraron que los dos nenitos pusieran garra y entusiasmo. Pero también flotaba en el ambiente –de hecho, Daniel Samoilovich les perdonó la vida cuando les salió al cruce- que la idea de fondo era más efectista que reveladora. Como decía Ezra, que nos estaban adornando con una vacuidad camuflada con un buen estuche.

En el párrafo con el que se abre este texto –Toda la basura a los cartoneros- (y acá también de los dos nenitos que lo firman conozco a uno: Violeta Kesselman) se vuelve sobre la cuestión del envase. Es un párrafo bastante largo inserto en el mezzo de un texto donde se hace un rescate de la obra de un poeta, para mí, mayor. Daniel García Helder. La verdad, cada uno puede opinar lo que se le cante sobre Eloísa Cartonera. Uno de los lemas de la editorial que se nos ocurrió con Qqrto es : Un libro no se le niega a nadie. Creo que las apreciaciones sobre Eloísa pecan, por lo general, de ser reflexiones de personas que no pueden saltar de su propia sombra: la burguesía argenta. Un cartonero no es hermoso por ser cartonero. Pero tal vez, para algunos, lo sea. A algunos les gusta garcharse perros. La pobreza no es hermosa, a menos que sea la pobreza voluntaria, o Wabi, que predican los japoneses. Sí, hay millones de snobs en el mundo que compran los libros de la Cartoon - era porque es cool. Y muchos autores lo hacen por la misma manera (se sorprenderían la cantidad de autores “famosos” que querían ser publicados por Eloísa). Como Cucurto es un estafador genial (ahora para algunos Cucurto también es hermoso) utiliza a ese caudal de imbéciles para poder publicar cada vez más libros de una literatura a la que es muy difícil de acceder porque es desconocida, está fuera de catálogo o porque no la publican las editoriales grandes. Después de la crisis que sacó a De la Rúa en helicóptero de La Rosada, el único material barato para hacer libros, era el cartón y la fotocopia. Con lo cual el envase salió de una necesidad y no de una elucubración. Eloísa Cartonera necesita vender para poder publicar más libros. Es como el tiburón tigre, que si para de nadar, se hunde. Y si tiene que liquidar a su madre para seguir publicando –como lo sugería Billy Faulkner- lo va a hacer. No hay que buscarle mucha más ideología a Eloísa. Las ideologías no permiten pensar. Me pareció una pena que en un texto de rescate sobre Helder (pero a Helder no hay que rescatarlo de nada, ya que está parado exactamente donde él quiere estar, cosa que no muchos pueden hacer) creciera como un tumor esta metástasis que termina dominando el texto. ¿No hubiera sido mejor analizar el devenir de Helder-Rey Mundi y el último Alejandro Valentín Rubio (el que escribe Rosario) ya que ahí hay –cada uno en su singularidad-, una vertiente obsesiva y notable de la última poesía argenta? Paz.

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lunes, abril 24, 2006

Los ciclos

por Fabián Casas


Estuve charlando con tu verdugo.
Un hombre pulcro, amable.
Me dijo que, por ser yo,
podía elegir la forma en que te irías.
Los esquimales, explicó, cuando llegan a viejos
se pierden por los caminos
para que se los coma el oso.
Otros prefieren terapia intensiva,
médicos corriendo alrededor, caños, oxígeno
e incluso un cura a los pies de la cama
haciendo señas como una azafata.

“¿Es inevitable?”, le pregunté.
“No hubiera venido hasta acá con esta lluvia”, me replicó.
Después habló del ciclo de los hombres, los aniversarios,
la dialéctica estéril del fútbol, la infancia
y sus galpones inmensos con olor a neumáticos.
“Pero”, dijo sonriendo,
“las ambulancias terminan devorándose todo”.
Así que firmé los papeles
y le pregunté cuándo iba a suceder...
¡Ahora! dijo.
Ahora
tengo en mis brazos tu envase retornable.
Y trato de no llorar,
de no hacer ruido,
para que desde lo alto
puedas hallar
la mano alzada de tu halconero.


(de El Spleen de Boedo, Vox, 2003)


***

El Remisero A.: ¿Te acordás en qué circunstancias escribiste este poema?

F. Casas: Los últimos poemas del Spleen se me aparecen como un todo, ya que básicamente eran poemas para domesticar el dolor que me produjo la muerte de Bruno, mi padrino, el ser que más quería en el mundo. Entonces esos poemas son sobre eso, la migración de un alma, cómo será ser viejo, etc. Y le afané a Yeats el final del Segundo Advenimiento, donde habla del Halcón y el Halconero ("Turning and turning in the widening gyre / The falcon cannot hear the falconer").

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viernes, enero 06, 2006

Licuados de bananas

por Fabián Casas
En 1965, el año en que yo nací, J. D. Salinger publicaba su último relato. Hace cuarenta años que no manda a imprenta nada más. Sin embargo, dicen los que lo conocen, el papá de Holden y la familia Glass sigue escribiendo todos los días, por la mañana, en un cubículo de cemento construído especialmente para hacer su trabajo.
Hay un libro muy interesante que suele andar por las mesas de saldos. Es de Ian Hamilton y se llama Buscando a Salinger. Hamilton también es autor de una biografía de Robert Lowell. Pero con la del Buda de Cornish tuvo problemas. Los abogados de Salinger lo llevaron a juicio para impedir que el periodista publique la correspondencia íntima que tenía del escritor y –como cuenta sorprendido Hamilton- el mismo Salinger apareció ante la corte para ser interrogado por los fiscales. Salinger, dice Hamilton, era un hombre anciano, tenía un audífono y reconoció bajo juramento que seguía escribiendo y que tenía, por lo menos, dos relatos inéditos en una caja de seguridad. ¿Por qué no publica Salinger?
Se pueden buscar varias puntas: su último relato grande Seymour, una introducción era exclusivamente para ultrafanáticos. La prosa era pesada, el narrador se mostraba embobado por ese santo moderno llamado Seymour Glass y casi todo el panfleto sobre este muchacho que brillaba en “Un día perfecto para el pez banana” se volvía un tanto patológico. No había distancia entre el narrador y el personaje: Salinger se había enamorado de sus criaturas a las que conocía demasiado. Era como escuchar el relato de un loco hablándole a alguien invisible en la calle. Y lo que escuchábamos era aburrido. De alguna manera, J.D. atravesó el espejo y pasó a vivir entre sus creciones. ¿Para qué se necesita un lector, entonces?
Pero hay otra posibilidad: que para Salinger, escribir sea una forma de adquirir conocimiento: es decir, una forma de estar en el mundo. Cuando se escribe por una necesidad fisiológica y espiritual tampoco es necesario que haya lectores. Se escribe aunque nadie nos lea, se escribe, precisamente, para leer el relato de nuestras vidas y surfear en la gran incertidumbre: de dónde venimos, para qué estamos, adónde vamos. Como se ve, para este escritor en, digamos, estado puro, no son necesarios los lectores, los premios, las becas, los admiradores, nada: han llegado al Nirvana donde no hay esperanza ni dolor. Primero publicar, después escribir, primero escribir, después publicar: todas boludeces.
Hay otro caso curioso que, en algún lugar de mi imaginación se cruza con Salinger: Federico Andahazi. Un verdadero pez banana, más bien un banana a secas. Cara de actor porno, suele fotografiarse montando motos inmensas y en otra fotografía que acabo de ver aparece en su estudio donde tiene enmarcadas sobre una pared las tapas de las ediciones de sus libros. El sólo nombre de Andahazi suele sacar de quicio a los escritores “serios”. Lo cual, lo confieso, me hizo sentir simpatía por el psicoanalista (¿es también psicólogo, no?). ¿Por qué irrita tanto Andahazi?
Lo cierto es que Andahazi, al igual que Salinger, tampoco publica libros. Es decir, lo que publica está vacío, es retórico, lleno de lugares comunes. Suele escribir con un ojo en lo que está sucediendo en el aire, para poder después aggiornarlo y venderlo en grandes tiradas. Es un provocador, dueño de una “literatura” que sólo se escribe en las revistas de mucho tiraje cuando suele dar reportajes. El efecto Andahazi, su literatura, está fuera de los libros que escribe. ¿Pero escribe? Acá la operación es inversa a la de Salinger: Andahazzi no escribe nada, los libros son escritos por los posibles lectores. Pero, la verdad, ¿Qué tiene de malo esto?
A diferencia de Salinger, Andahazi envasa y publica. Y sus libros salen en medio de una gran propaganda mediática. De golpe, para muchos, la literatura es casi como mirar el programa de Tinelli. Leemos unas hojas y nos vamos a dormir. Es una operación borgeana: para que exista Salinger en un extremo, tiene que estar Andahazi en el otro.

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miércoles, octubre 26, 2005

Cancha Rayada

Por Fabián Casas

(publicado en El ciclón y la furia)

Caminamos, con mi viejo, por la playa de estacionamiento.
Es un día de calor sofocante
y en el asfalto recalentado
vemos la sombra de un pájaro negro
que vuela en círculos,
como satélite de nuestra desgracia.
Una multitud victoriosa, a nuestras espaldas,
ruge todavía en la cancha.
Acabamos de perder el campeonato.
La cabina del auto es un horno a leña;
los asientos queman y el sol que pega
en el vidrio, enceguece.
Pero no importa, como dos bonzos
dispuestos a inmolarse,
nos sentamos y enciendo el motor:
Fabián Casas y su padre
van en coche al muere.

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martes, septiembre 20, 2005

Hacia afuera

Por Fabián Casas


Pienso en toda la gente
que a esta hora mira televisión.
Una lluvia finísima
cae en la calle
y emerge desde el suelo
un silencio precario.
De la ventana hacia afuera
los límites de mi lenguaje
crearon un mundo
que ya no me interesa.
El pavimento mojado
refleja las luces de los autos:
rojos, verdes y amarillos
moviéndose.


De El Salmón, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1996.

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martes, agosto 23, 2005

En la ciudad infernal

Por Fabián Casas
Osvaldo Aguirre, un poeta amigo que trabaja en el diario La Capital de Rosario, me pidió que le mandara para la sección de cultura, la recomendación de una novela. Yo mandé esto:

¿Alguna vez les pasó estar leyendo un libro y, de golpe, capturado por un párrafo genial, levantar la vista al cielo –no sé por qué pienso que los escritores buenos que están muertos nos miran desde ahí- para decirle al autor frases como: “esto es genial, viejo”, “la pusiste en el ángulo”. A mí me pasó esto con, por ejemplo, Viaje al fin de la noche, de Celine. Y ahora me está pasando lo mismo con 2666 la novela póstuma de Roberto Bolaño.

Bolaño, un autor que al principio me pareció demasiado cortazariano, un autor que no me convenció del todo con Los detectives salvajes pero que la dejó chiquita con Estrella distante, una novela genial con un personaje memorable cruza de Alfredo Astiz y Raúl Zurita.
Y ahora 2666. Un libro inmenso de más de mil páginas con trancos memorables de narración. Todavía no lo terminé, no quiero que termine. La montaña mágica queda en Santa Teresa, una ciudad imaginaria tras la cual se oculta Ciudad Juarez, la ciudad real de México donde las mujeres son asesinadas como moscas. Roberto Bolaño está muerto pero, como escribió Auden: “El tiempo, que sabe escribir, perdona a los que escriben bien”.

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