por Fabián Casas
En 1965, el año en que yo nací, J. D. Salinger publicaba su último relato. Hace cuarenta años que no manda a imprenta nada más. Sin embargo, dicen los que lo conocen, el papá de Holden y la familia Glass sigue escribiendo todos los días, por la mañana, en un cubículo de cemento construído especialmente para hacer su trabajo.
Hay un libro muy interesante que suele andar por las mesas de saldos. Es de Ian Hamilton y se llama Buscando a Salinger. Hamilton también es autor de una biografía de Robert Lowell. Pero con la del Buda de Cornish tuvo problemas. Los abogados de Salinger lo llevaron a juicio para impedir que el periodista publique la correspondencia íntima que tenía del escritor y –como cuenta sorprendido Hamilton- el mismo Salinger apareció ante la corte para ser interrogado por los fiscales. Salinger, dice Hamilton, era un hombre anciano, tenía un audífono y reconoció bajo juramento que seguía escribiendo y que tenía, por lo menos, dos relatos inéditos en una caja de seguridad. ¿Por qué no publica Salinger?
Se pueden buscar varias puntas: su último relato grande Seymour, una introducción era exclusivamente para ultrafanáticos. La prosa era pesada, el narrador se mostraba embobado por ese santo moderno llamado Seymour Glass y casi todo el panfleto sobre este muchacho que brillaba en “Un día perfecto para el pez banana” se volvía un tanto patológico. No había distancia entre el narrador y el personaje: Salinger se había enamorado de sus criaturas a las que conocía demasiado. Era como escuchar el relato de un loco hablándole a alguien invisible en la calle. Y lo que escuchábamos era aburrido. De alguna manera, J.D. atravesó el espejo y pasó a vivir entre sus creciones. ¿Para qué se necesita un lector, entonces?
Pero hay otra posibilidad: que para Salinger, escribir sea una forma de adquirir conocimiento: es decir, una forma de estar en el mundo. Cuando se escribe por una necesidad fisiológica y espiritual tampoco es necesario que haya lectores. Se escribe aunque nadie nos lea, se escribe, precisamente, para leer el relato de nuestras vidas y surfear en la gran incertidumbre: de dónde venimos, para qué estamos, adónde vamos. Como se ve, para este escritor en, digamos, estado puro, no son necesarios los lectores, los premios, las becas, los admiradores, nada: han llegado al Nirvana donde no hay esperanza ni dolor. Primero publicar, después escribir, primero escribir, después publicar: todas boludeces.
Hay otro caso curioso que, en algún lugar de mi imaginación se cruza con Salinger: Federico Andahazi. Un verdadero pez banana, más bien un banana a secas. Cara de actor porno, suele fotografiarse montando motos inmensas y en otra fotografía que acabo de ver aparece en su estudio donde tiene enmarcadas sobre una pared las tapas de las ediciones de sus libros. El sólo nombre de Andahazi suele sacar de quicio a los escritores “serios”. Lo cual, lo confieso, me hizo sentir simpatía por el psicoanalista (¿es también psicólogo, no?). ¿Por qué irrita tanto Andahazi?
Lo cierto es que Andahazi, al igual que Salinger, tampoco publica libros. Es decir, lo que publica está vacío, es retórico, lleno de lugares comunes. Suele escribir con un ojo en lo que está sucediendo en el aire, para poder después aggiornarlo y venderlo en grandes tiradas. Es un provocador, dueño de una “literatura” que sólo se escribe en las revistas de mucho tiraje cuando suele dar reportajes. El efecto Andahazi, su literatura, está fuera de los libros que escribe. ¿Pero escribe? Acá la operación es inversa a la de Salinger: Andahazzi no escribe nada, los libros son escritos por los posibles lectores. Pero, la verdad, ¿Qué tiene de malo esto?
A diferencia de Salinger, Andahazi envasa y publica. Y sus libros salen en medio de una gran propaganda mediática. De golpe, para muchos, la literatura es casi como mirar el programa de Tinelli. Leemos unas hojas y nos vamos a dormir. Es una operación borgeana: para que exista Salinger en un extremo, tiene que estar Andahazi en el otro.
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