martes, enero 31, 2006

Inconfesables 4

por Adriana Battu

Febrero es insoportable. Vuelven todas divinas de la playa. Las ves. Te pasan por al lado. Te vuelven invisible. Están en su mejor momento. En su highlight anual. Con ese bronceado chocolate, hiperparejo, que sólo se consigue en el espiedo de la arena. Tienen hasta los talones quemados las guachas, y dan zancadas por el microcentro con las gambas fabulosas, doradas, con las muscus de bretel finito, con un aire de “me acabo de tirar este vestido encima pero en verdad sigo con la bikini abajo y me animaría a caminar en bolas entre los autos”. Y están re diosas por haber comido medio choclito por día durante todo enero, adelgazadas por el gran campo de batalla de la costa atlántica, donde si no entrás en la competencia no te mira ni el pochoclero. En los brazos tienen los pelitos oxigenados, y están medio rubias por el sol, con un aura saludable, y van en alpargatitas o sandalias, quieren prolongar el verano, lo traen puesto, algunas con un colgante de hilo pedorro comprado en las vidrieras ambulantes de la orilla. Pasan con una actitud de “tomé sol topless en José Ignacio al lado de Gustavo Cerati”. Me envenenan. Cada vez que se me para una al lado antes de cruzar, me dan ganas de decirle: “Hija de puta, rajá de mi vista, no te me acerques a menos de 200 metros, no podés estar tan flaca y tan quemada, te va a quedar el esternón pecoso como a mi profesora de matemáticas que parecía un pergamino medieval”.

Y una particularmente se destacó entre las otras. Venía con su amiga que estaba blanca, pero de un “blanco rencor”, digamos. Venían las dos caminando y la veraniega se largó a cruzar mal, sin importarle el bocinazo del taxista. La amiga la puteó con un "¡cuidado, boluda!", y ella siguió cruzando igual, riéndose, espléndida, chocha consigo misma, atravesando sola la avenida de su mejor momento, como en una propaganda de Sedal, despreocupada del mundo, pensando todavía desde la reposera que el microcentro y el quilombo cotidiano son una gran ridiculez. Pero esa risita, esa confianza, le van a durar una semana. Yo me alié mentalmente con su amiga que en la otra vereda esperaba el semáforo, pitando bien hondo el pucho, mirando para el costado, pensando: “Esperá un poquito, ya me voy a ir diez días a algún lado y, cuando vuelva re diosa, vos vas a estar hecha mierda, porque vas a haber declinado en el tobogán de las semanas laborables hasta la blancura del subte, hasta la ojera del madrugón, hasta la anemia oficinesca y los cuatro kilos extra de tanto mirar Tinelli con el pote de Chimbote y la cuchara. Ya vas a ver. Dame un tiempito”.

A Short History of America

sábado, enero 28, 2006

tradición rebelde

por Juan Terranova

Abrí el Página/12 para pispearlo como hago casi todos los días y encontré esta frase: "Bien por Aldana: hay una tradición rebelde y romperreglas que respetar." La crónica que la incluye no es ni buena ni mala (un rockero malo rompe algo y recibe golpes, un rockero bueno hace lo suyo y es querido, muchos detalles esperables). Pero la frase me quedó fijada. ¿Por qué? Porque describe perfectamente la ideología del diario coordinada desde tres palabras que suenan raras, o más bien redituables, juntas: tradición/rebeldía/respeto. No quiero pegarle gratuitamente al Página. Cuando deje de existir, ojalá dentro de mucho tiempo, lo vamos a extrañar. En todo caso, esta vez la frase la pusieron ellos. Si abre una larga serie de equivocos y contradicciones, ahí ya juega la inteligencia o la memoria del lector para leerla.

lunes, enero 23, 2006

Definiciones




Acá Monolingua define a Fogwill: el "Autor de la mejor sociología cualitativa publicada en la Argentina en los últimos 25 años..."
Acá Fogwill define a Fabián Casas: "... uno de nuestros mayores poetas".
En Los Lemmings, Casas define a Fogwill: "... Quique Fogwill, un publicista aficionado a la literatura."
La imagen salió en Llegás; es un recorte de la foto sacada por Guadalupe Gaona. El del sombrerito piluso es Casas. Están en Ostende, en un "encuentro de escritores" (las cosas que hay que inventar para ir a emborracharse a la playa).

Nicoleta en el ripio

(sacado de Autobombo)

Hace 20 horas que estoy viajando en auto con mi familia. Mejor dicho, con parte de ella: padre y madre. Hace años que no compartía tanto tiempo con ellos y comprobé que, definitivamente, uno se desacostumbra. O que descubre detalles a veces encantadores, otras monstruosos, de esas personas con las que convivió mucho tiempo (suficiente tiempo). Aprieto el acelerador en un descuido del copiloto -en este caso mi padre- que no me deja pasar de 140 y descubro, por ejemplo, que mi madre (sí, me gusta decirle "madre") es capaz de terminar un largo discurso circular casi imposible de seguir con una frase como "pero al final la verdad siempre triunfa", y después girar la cabeza hacia la ventana y decir: "Ay, mirá que lindos patitos". Bajo la velocidad porque en una curva pronunciada en la que me costó adherirme al asfalto se me cruzó por la cabeza que podría matarnos a todos de un momento a otro (y no sería justo para mis tres hermanos) y descubro que mi padre, que se puso nervioso en esa misma curva, dice la palabra "combustible". Lo escucho: "Bajá de 140 porque se nos va a acabar el combustible". Y de pronto lo veo, sí, como el doble venido a menos de Indiana Jones empeorado por el doblaje mexicano y decido perdonarle la vida. A él le hubiera encantado salir en busca del arca perdida. Aún me quedan un par de días más con ellos. Qué extraños que son los padres.

miércoles, enero 18, 2006

Locutorio

por Daniela Allerbon
(sacado de El Interpretador, Nº 22)



-Pase a la cabina 7 por favor.

Caminó por el pasillo y entró al cubículo de vidrio. La pared y el piso estaban alfombrados de gris oscuro. El teléfono se apoyaba en una tabla atornillada en la pared. Mientras buscaba la agenda adentro de su carpeta de plástico verde, escuchaba discutir a una mujer que suponía centroamericana. Se encontraban cabina de por medio (la que estaba entre ellos estaba vacía). Le veía el pelo castaño oscuro, cortado a la altura de los hombros, con mucho volumen. Una parte lo tenía alaciado con el secador de pelo, la otra dejaba ver las ondas naturales un poco electrizadas por la humedad. Era un día nublado, como para hablar por teléfono. La mujer hablaba rápido pero muy claro. Cuando más se violentaba, la parte lacia del pelo se movía en bloque hacia los lados. Parecía un pelo bastante grueso.

-Si tú no vas a enviar el dinero, dímelo. No me dejes aquí esperando como una tonta.

Bajaba la cabeza y la subía con el teléfono muy pegado a la oreja.

-Es que no puedo volver. ¿Me escuchas? ¿Es que no lo entiendes?

Encontró la agenda y la puso sobre la mesita del teléfono. La abrió. Buscaba el teléfono del trabajo donde habían quedado en contestarle hacía una semana, mirando cómo los pelos y las palabras de la mujer bailaban con furia.

Discaba despacio, esperaba escuchar el “ratatatat” que hace el teléfono después de cada número para marcar el siguiente. Para no equivocarse, hundía los dedos en los números de plástico blando. Lo atendió el conmutador y marcó el número de interno. 367.

-Ya lo habíamos hablado. Creí que estaba claro… Sabes que te amo, pero no voy a volver. Es sencillo.

La centroamericana hablaba como cantando. “Senciio”. Decía que era “Senciio” y sonaba tan correcto. El pelo y el tronco acompañaban las palabras que subían y bajaban. Se apelmazaban al final de la frase y se volvían a soltar, dejando espacios de aire, en el comienzo de la oración siguiente. De pronto se le ocurrió que podía ser peruana. Los peruanos hablan con un castellano hermoso, de libro.

- Es que aquí sí tengo la posibilidad de trabajar.

Cortó y se quedó quieta. Lo había dicho casi gritando, con un temblor en la voz. Él se sobresaltó. Miró a la mujer que estaba dándole la espalda. No le veía la cara pero podía adivinarla. Podía adivinar incluso en lo que estaría pensando. Probablemente quisiera llorar o gritar pero estaba ahí sentada con la espalda apoyada en el vidrio, en silencio. Puede ser que llorara con esas lágrimas mudas que no arrugan la cara. Pero no, sonaba muy firme en la discusión. Enojada. Estaría masticando la bronca y necesitaría un rato para salir de esa situación y poder hablarle a la empleada del locutorio para pagarle. El locutorio es un lugar inhóspito para quedarse quieto, mostrando los sentimientos más íntimos a un desconocido que no puede evitar mirar. Dejó de observarla y se concentró en el sonido del teléfono. Atendieron a la cuarta vez que sonó.

- Hola.

- Hola, ¿por favor con Roberto Huidobro?

- El Sr. Huidobro no está. ¿Quiere dejarle algún mensaje?

-¿Usted es nuevo?

- Sí. Empecé ayer.

- Ahh.... No le diga nada....

- Cómo no. Hasta luego.

- Hasta luego.

Toda la normalidad se le cayó. Se quedó mirando hacia delante. Hacia la mujer quieta y muda. Estuvo a punto de llorar. Ahora estaban los dos, en fila india, en sus cubículos de vidrio.

Hacía un año que buscaba trabajo. Se había postulado para un puesto administrativo. Había una sola vacante y él tenía experiencia y estudios que estaban muy por encima de lo que pedían. Le habían hecho una entrevista y un test psicotécnico en el que había tenido que dibujar a su familia, además de unos ejercicios parecidos a los problemas de ingenio. Él se había dibujado a la izquierda de todos, último. Tenía pelo solamente arriba de cada oreja, dos rulos como los de Moe, de los Tres Chiflados y una pelada redonda, perfecta. En el centro dos puntitos mínimos hacían de ojos. Los pies y los brazos eran palitos. La boca era una raya horizontal que cruzaba la cara de un extremo al otro. A su derecha dibujó una mujer mucho más baja, con anteojos, que lo agarraba de los palitos que venían a ser sus dedos. Separadas por el caminito de entrada a la casa estaban su hija, su yerno y su nieta. La beba estaba en los brazos de su hija y parecía un gusano. Era como si se hubiera inspirado en Oaqui, el bebé millonario del dibujito de Hijitus. Al yerno le hizo unas manchas negras con el canto del lápiz para señalar la barba candado. Hacía mucho que no usaba un lápiz negro, ya no los venden más en los kioscos, y disfrutaba de la suavidad del roce con el papel. Seguía su hijo con un aro en la oreja derecha y unos pantalones amplios que le llegaban justo debajo de la rodilla: unos rectángulos sobre los palitos. Para identificar a las mujeres (todas con pelo corto) les había hecho polleras con forma de triángulo aunque siempre usaban pantalones. No pudo evitar hacer la casa con la chimenea y el humo que salía en espiral. Estuvo a punto de dibujar al perro. De pronto se dio cuenta de que las personas que había dibujado eran casi tan altas como la casa. Eso seguro que significaba algo. Empezó a transpirar. Ellos iban a descubrir algo sobre él que él ni siquiera sospechaba de sí mismo. No tenía idea de qué era lo correcto en estos casos. Tuvo el impulso de borrar todo y empezar de nuevo, dibujando la línea de tierra y ubicando a todos prolijamente sobre ella. Repasó el espiral del humo y agujereó la hoja, sin querer.

Eso seguro que significaba algo.

Respiró hondo. Miró el teléfono como si pudiera decirle alguna cosa aún colgado. Tenía los ojos rojos, cruzados por venitas. Cuando se levantó, la mujer peruana seguía sentada, en silencio.

-Cabina 7.

-Son veinticinco centavos. La cajera hablaba mirando el ticket que estaba saliendo de la máquina.

Empujó la puerta hacia fuera y salió a la calle. Se tuvo que poner el saco. Era un día frío.

Quinta entrega de Quintín



En TP, Quintín sigue poniendo la lupa sobre La joven guardia. Avanza. Se calcula que para marzo de 2006 habrá revisado cada centímetro cuadrado de la antología. Este trabajo podría dar como resultado algo sin precedentes: una reseña más larga que el libro reseñado.

martes, enero 17, 2006

Gaby Vex


Gaby Vex, joven guardiana del templo de la poesía, se muestra soñadora este verano. El Remisero Absoluto se ofrece para llevarla hasta los confines del Universo.

Ramón Paz la quiere malonear:


quisiera ser un indio de a caballo
para poder raptarte guacha hermosa
salir antes del alba penumbrosa
soñando con partirte como un rayo
levantar el malón de tu belleza
la enorme polvareda de tu fama
y rumbear para el lado de tu cama
atándome la vincha a la cabeza
los días de tus ojos son capaces
de herirme para siempre pero sigo
sonámbulo galopo te persigo
te robo de tu fiesta de disfraces
y entonces sobrevuelan la llanura
las bandadas de toda tu hermosura


*

domingo, enero 15, 2006

El origen de todo lo que no entiendo



Es un disco raro. Mal grabado. Unas charlas que García Márquez tuvo con Orlando Castellanos en Cuba, lugar donde evidentemente el novelista baja la guardia y se relaja. En un momento lee las dos primeras páginas de El otoño del patriarca. En este otro momento, explica las razones del éxito de Cien años de soledad:
“Es un libro que ha tenido una cosa extraordinaria que no le sucede a muchos libros: es que ha pasado de una generación a otra. Es un libro que le gustó a una generación, después creció otra generación y le gustó también. Entonces eso le asegura al libro una larguísima vida. Me doy cuenta además, objetivamente, de que es un libro que lo han vendido los lectores. Se ha vendido con muy poca publicidad. Lo que pasa es que el que lo lee quiere hablar de él con sus amigos y lo recomienda y consigue que los amigos lo lean para poder hablar del libro o lo presta, y los libros circulan de mano en mano. Otra cosa que he observado yo objetivamente: el libro lo leen primero las mujeres que los hombres. Generalmente el método es que en la casa lo lee la mujer y convence al marido de que lo lea. Y el marido tiene una gran resistencia -“yo no leo libros, no me gustan las novelas”- pero termina convenciéndolo de que lo lea. Y eso yo me lo explico un poco porque el libro es, en cierto modo, matriarcal. Es decir, en el libro se ve que la fuerza de la naturaleza y la fuerza de la sociedad, o por lo menos la energía, está depositada en las mujeres. Que después lo comuniquen a los hombres y lo comuniquen a su medio es otra cosa, pero las pilas, la energía está depositada en las mujeres. Yo creo que eso se ve claro en el libro. Esto es análisis posterior. Yo no lo escribí pensando en esto, ni creyendo que era así. Casi te diría que lo aprendí yo mismo también después analizando el libro. Pero eso me hace pensar en esto que te decía: que me da la impresión de que el libro entra a la casa por las mujeres. Circula por propaganda de boca en boca, digamos, pero el origen de todo lo que no entiendo... Porque el libro salió sin publicidad de ninguna clase”.

viernes, enero 13, 2006

Sharón despierta hacia atrás

Por David Wapner

"¡Hombre tanque en coma inducido!"

Arik Sharón yace inconsciente desde hace una semana más o menos, víctima de un derrame cerebral masivo que, gracias a la intervención intensiva de dos neurocirujanos argentinos, no le ha causado una muerte total e irreversible, sino un proceso atenuado por tecnología médica, en el cual el primer ministro nominal de Israel, pero en los hechos depuesto por su propio cuerpo, atraviesa distintas etapas, sumido en un sueño profundo, inducido por medicamentos o por obra del trauma, estancias en las cuales es sometido a diversas pruebas, con el fin de comprobar que aún no ha muerto, o que está algo vivo aún, conclusiones las cuales se informan a la población, que a través de los medios parece conmovida, pero que en la calle se muestra indiferente.
Cuando un tanque muere, víctima de una mina o un misil, queda su chatarra caliente en la arena, por si acaso, y a nadie se le ocurre revivirlo "para causar impresión al enemigo y hacerlo retroceder": se fabricarán nuevos, y cualquiera podrá ser su chofer.
Un tanque no es un hombre.
Pero a Sharón, cuya estirpe blindada nadie niega, se le exige en su coma más muestras de humanidad que las que demostró a lo largo de su vida militar consciente.
Las ofrece como puede: a su carne me refiero, ahora que se puede palpar, punchar, cortar, canalizar.

Interpretación del coma inducido

Lo han dormido profundo con sedantes para aliviar su presión intracraneal, y en tal estado, operado, abierto la cabeza, drenado el edema, cerrado y puesto a escanear. Lo han regresado a su cuarto, acostado, enchufado a un respirador y esperaron a ver qué pasaba. Como hubo de repetir su derrame, lo han vuelto a abrir, limpiar, descomprimir y escanear. Lograda una estabilidad "grave", le han puesto un plazo: en tantos días lo despertamos, a ver qué hace.
Un domingo por la mañana, le comienzan a reducir los somníferos: si despierta, es que está vivo, si no lo hace, también, pero en condiciones reducidas.
El mismo día, por la tarde, le llaman por sus nombres, ¡Ariel, ¡Arik!, ¡Sharón!, ¡General!, ¡Primer Ministro!, ¡papá! No responde, ni a los hijos, ni a los neurocirujanos, que aunque argentinos, se dan a entender. Arik, hasta ahora, no se reconoce a sí mismo: no se recuerda y no se sabe si se sueña. O si se sueña transformado en otra cosa, de metal, cargada de explosivo, como una bala de cañón.

Interpretación de los movimientos

"No responde a su nombre, pellizquémosle a ver si siente", dicen los neurocirujanos José y Félix, en castellano, para ellos, y en hebreo, para el resto del equipo. No sólo lo pellizcan de arriba a abajo, sino que le hincan alfileres, le palmean las mejillas, le tiran de las orejas y de los cabellos. Como toda respuesta, Sharón hace débiles movimientos en su lado derecho, mano y pie, mientras que el izquierdo permanece mudo. Alguien de entre los presentes dice un chiste obvio, "es lógica consecuencia de su ultraderechismo", pero enseguida alguien le corrige, "¿no sabe usted, acaso, que el lado derecho depende del hemisferio izquierdo del cerebro?".
El panorama se complica más cuando, al día siguiente, se consignan débiles movimientos de su sector izquierdo. Nadie quiere arriesgar nuevas bromas y, redactan un informe: "El Primer Ministro, débil respuesta derecha, nada de izquierda. Luego fuerte derecha, débil izquierda."

Interpretación de la pérdida del conocimiento
Sharón, cuya respiración se ha vuelto mixta, autónoma con respirador, no se entera de nada: no tiene conciencia, no recupera el conocimiento: duerme en el negro de una oscuridad precámbrica.
Un locutor de radio averigua que en el coche de Sharón sólo hay discos con música de Beethoven, "buena idea sería pasarlo para ayudarle a despertar". Y pasa Beethoven, y sugiere la idea al entorno del premier, médicos, políticos, familiares.
Y no era así, los hijos rectifican: a Sharón le gusta Mozart. Y le pasan Mozart, alternando en los dos oídos. Y por la radio corrigen, y también pasan Mozart. Y los médicos argentinos apoyan, y cantan y silban Mozart.
Sharón no despierta, bastante parecido al Mozart de hoy en día.
Un coleccionista, jubilado del archivo del ejército, se pregunta por qué no pasarle a Sharón grabaciones de sí mismo en el campo de batalla, allá por la guerra de 1973. Está convencido de que sólo cañones son capaces de sacarlo de la cama, y ponerlo en pie, y a marchar.
Hay otros más pragmáticos y rezan.

Interpretación de la pérdida de la memoria

¿Y si despertase? ¿Qué haría? ¿Sólo abrir los ojos y mirar? ¿O abrirlos para no ver, porque quedó ciego? ¿O quien quede ciego será su cerebro? ¿Y si viese, entendería que le está sucediendo ver? ¿Y si en verdad viese, entendería qué cosa está pasando a su alrededor? Grandes temores en los círculos que rodean la cama, el cuarto, el hospital y la ciudad que alberga a este enfermo grave que a esta altura adelgaza como nunca lo soñó. Temen, por ejemplo, que no recuerde qué es Israel. O que confunda Israel con Ismaél. Durante el ataque cerebral "liviano" que precedió hace un par de semanas al torrencial actual, la prensa consignó que Sharón ingresó al hospital Ismael en estado de confusión. Parece que el preguntaron "cómo se siente, señor Primer Ministro", a lo que Sharón respondió "a dos kilómetros de Suez, Arafat" y se desmayó. Una semana más tarde regresaba a su trabajo, a la campaña electoral, a su granja y sus ovejas, y no dormía, y arengaba a las ovejas, y negociaba con carneros, y ni siquiera sus hijos se daban cuenta de estaba mezclando todo, como en su cabeza, en donde la sangre ya desbordaba, y él creía que eran recuerdos.
Una mañana anunciaron que estaba más que probada su participación en un caso de corrupción millonario.
No fue necesario que se pegase un tiro en la cabeza: su cerebro actuó por si mismo

Interpretación del general que gatea

Nadie podría soportar verlo a Sharón gatear por los pasillos del hospital: lo alzarían entre varios y lo devolverían a su cama.

Sol blanco


por Juan Incardona (sacado de
Días que se empujan en desorden)


Me encanta el sol en invierno. El sol blanco de julio es muy copado, a la mañana sobre todo. Yo soy bastante sensible a esas cosas. Y no es que ahora me esté agarrando el viejazo, siempre me fijé en esos detalles. Acá "fijar" me sirve de otra manera. Las palabras son algo muy flashero. Porque antes dije "me fijé", queriendo significar prestar atención o concentración o algo así. Pero fijar también es detener algo, asegurarlo en otra cosa. Y es justamente eso lo que siento que hago muchas veces. Ojo, con esto que digo no me quiero hacer el especial ni nada por el estilo. Me imagino que a muchas personas les pasa lo mismo. Es tanto fijar como fijarse uno. Lo primero que se me viene a la cabeza es fijar algo en el piso. Estar sentado al sol (blanco) y colgarme con una piedrita, un palito, o una hormiga capaz. Es muy tranquilizante. Y a mí me viene bien, porque soy nervioso. Mejor dicho: ansioso. Y siempre quiero controlar todo. Tengo una especie de obsesión por el control. Controlar el mundo a mi alrededor, a la gente. Pero el sol blanco me desarma. Cuando le presto atención, por supuesto. "Prestar atención": esto me interesa también. Esta idea de "prestar". ¿A quién le prestás? Me llama la atención. ¡Me llama la atención! Uh, esto se puede volver interminable. Bue, tampoco me quiero ir por las ramas. Volviendo a lo del sol blanco. Me parece que es una pelotudez más grande que una casa. Digo: si está nublado también me puede pasar, ¿o no? Es más, ahora que lo pienso sí que me pasó estando nublado. Me refiero a esa sensación de paz. Caminar por callecitas donde no hay nadie, en días nublados, con viento. Muy bueno. El viento es fundamental. Como el sol blanco. Caminar contra el viento si es posible, que pegue en la cara. Un día así me fui hasta la Richieri. Estaba aburrido, supongo. Mis amigos no estaban. A Martín lo fui a buscar pero no lo dejaban salir y en lo del Cabezón me dijeron que se había ido y que no sabían adónde. En fin, me fui a la Richieri. Siempre me gustó bajar la loma de Giribone. En una época la bajaba con la bici y en la esquina de Barros Pasos me agarraban delirios suicidas, porque soltaba el manubrio y abría bien los brazos, cerraba los ojos y pedaleaba más rápido. Nunca me pasó nada. Pero me podría haber pasado. Tranquilamente. Cuando llegué a la autopista me crucé con un tipo que iba fumando y le pedí uno. Yo no fumo. No me llama. Además nunca aprendí. No sé tragar el humo, siempre toso. Pero me dieron ganas. No sé. Lo vi tan tranquilo con su cigarrillo, caminando en el día nublado con viento, que me dio envidia. El tipo sacó el paquete y me convidó. Después me dio el que estaba fumando para que encienda el mío. Ahí está la idea de "prestar". Basta! Crucé el guardaraid y bajé unos metros por la montañita de pasto. Me senté abajo de un árbol a fumar. Miraba pasar los autos. A mi alrededor, las hojas secas iban y venían. Había remolinitos de viento. La sensación de paz era muy fuerte. Pero después de un par de minutos, de golpe me sobresalté. Alguien me llamaba por mi nombre, a los gritos. Juaaaann!! Juaaaaann! Era el cabezón arriba de un caballo. "¿De dónde lo sacaste?" "Me lo prestó el escobita. ¿Querés dar una vuelta?" "Bueno." Si hay algo que me gusta en este mundo es andar a caballo. Subí Giribone. En la esquina de Barros Pasos hice la que hacía siempre con la bicicleta. ¿Pero esta vez qué peligro podía haber? Arriba de un caballo sos poderoso. Nada te puede pasar arriba de un caballo. Enfilé para Ugarte. Le quería mostrar el caballo a mi familia, sobre todo a mi viejo. Me bajé y lo até al canasto de fierro que mi papá construyó para poner las bolsas de basura. Los vecinos se paraban a mirar. Quise entrar a mi casa, pero estaba cerrado. Para colmo me había olvidado las llaves. Toqué el timbre. Toqué el timbre. Mil veces toqué el timbre y nadie salía. Grité: Maaaaaaa! Paaaaaaaa! María Laaaaauraaaa! María Ceciiiiiliaaaaa! Qué raro, porque siempre había alguien. Estuve un rato largo, hasta que me cansé. Má siií!, y agarré viaje a todo galope. Estuve dando vueltas por el campito. Cuando volví a la Richieri el cabezón me re puteó porque tardé un montón. Se subió al caballo y rajó para Olavarría, que se lo tenía que devolver al escobita. Yo volví a mi casa. Esta vez entré sin problemas: estaba abierto. Se me ocurre que tanto mis viejos como mis hermanas me hubieran dicho que siempre estuvieron ahí, pero que no oyeron nada. "Qué raro", les hubiera contestado. De este modo sería una especie de final fantástico, inquietante. Pero ese diálogo nunca pasó porque no les hablé del caballo. Quería darles la sorpresa otro día. Pero ese día nunca llegó. No sé por qué. Y como ya pasó mucho tiempo, la verdad que podría contarles. Pero un poco me resisto. Como que se perdería algo si lo hiciera. Me está doliendo la cabeza. Afuera está todo mojado. Viene un vientito fresco. Recién estaba lloviendo. Escucho el cepillar de una escoba en la vereda. Hace rato que no se oye pasar ningún auto.

jueves, enero 12, 2006

Abolicionistas

Según Corominas, chau viene del italiano septentrional ciau que a su vez es una forma dialectal de schiavo (esclavo). Se empezó a usar como término de cortesía al saludar. Se decía schiavo con el apretón de manos, como quien dice para servirlo o su servidor.

Lo curioso es que los italianos dicen chau como hola, al encontrarse, como estableciendo un compromiso. En cambio los argentinos, por las dudas, lo decimos al despedirnos, antes de rajar: chau, soy tu esclavo, nos vemos la próxima, cualquier cosa llamame.

viernes, enero 06, 2006

Licuados de bananas

por Fabián Casas
En 1965, el año en que yo nací, J. D. Salinger publicaba su último relato. Hace cuarenta años que no manda a imprenta nada más. Sin embargo, dicen los que lo conocen, el papá de Holden y la familia Glass sigue escribiendo todos los días, por la mañana, en un cubículo de cemento construído especialmente para hacer su trabajo.
Hay un libro muy interesante que suele andar por las mesas de saldos. Es de Ian Hamilton y se llama Buscando a Salinger. Hamilton también es autor de una biografía de Robert Lowell. Pero con la del Buda de Cornish tuvo problemas. Los abogados de Salinger lo llevaron a juicio para impedir que el periodista publique la correspondencia íntima que tenía del escritor y –como cuenta sorprendido Hamilton- el mismo Salinger apareció ante la corte para ser interrogado por los fiscales. Salinger, dice Hamilton, era un hombre anciano, tenía un audífono y reconoció bajo juramento que seguía escribiendo y que tenía, por lo menos, dos relatos inéditos en una caja de seguridad. ¿Por qué no publica Salinger?
Se pueden buscar varias puntas: su último relato grande Seymour, una introducción era exclusivamente para ultrafanáticos. La prosa era pesada, el narrador se mostraba embobado por ese santo moderno llamado Seymour Glass y casi todo el panfleto sobre este muchacho que brillaba en “Un día perfecto para el pez banana” se volvía un tanto patológico. No había distancia entre el narrador y el personaje: Salinger se había enamorado de sus criaturas a las que conocía demasiado. Era como escuchar el relato de un loco hablándole a alguien invisible en la calle. Y lo que escuchábamos era aburrido. De alguna manera, J.D. atravesó el espejo y pasó a vivir entre sus creciones. ¿Para qué se necesita un lector, entonces?
Pero hay otra posibilidad: que para Salinger, escribir sea una forma de adquirir conocimiento: es decir, una forma de estar en el mundo. Cuando se escribe por una necesidad fisiológica y espiritual tampoco es necesario que haya lectores. Se escribe aunque nadie nos lea, se escribe, precisamente, para leer el relato de nuestras vidas y surfear en la gran incertidumbre: de dónde venimos, para qué estamos, adónde vamos. Como se ve, para este escritor en, digamos, estado puro, no son necesarios los lectores, los premios, las becas, los admiradores, nada: han llegado al Nirvana donde no hay esperanza ni dolor. Primero publicar, después escribir, primero escribir, después publicar: todas boludeces.
Hay otro caso curioso que, en algún lugar de mi imaginación se cruza con Salinger: Federico Andahazi. Un verdadero pez banana, más bien un banana a secas. Cara de actor porno, suele fotografiarse montando motos inmensas y en otra fotografía que acabo de ver aparece en su estudio donde tiene enmarcadas sobre una pared las tapas de las ediciones de sus libros. El sólo nombre de Andahazi suele sacar de quicio a los escritores “serios”. Lo cual, lo confieso, me hizo sentir simpatía por el psicoanalista (¿es también psicólogo, no?). ¿Por qué irrita tanto Andahazi?
Lo cierto es que Andahazi, al igual que Salinger, tampoco publica libros. Es decir, lo que publica está vacío, es retórico, lleno de lugares comunes. Suele escribir con un ojo en lo que está sucediendo en el aire, para poder después aggiornarlo y venderlo en grandes tiradas. Es un provocador, dueño de una “literatura” que sólo se escribe en las revistas de mucho tiraje cuando suele dar reportajes. El efecto Andahazi, su literatura, está fuera de los libros que escribe. ¿Pero escribe? Acá la operación es inversa a la de Salinger: Andahazzi no escribe nada, los libros son escritos por los posibles lectores. Pero, la verdad, ¿Qué tiene de malo esto?
A diferencia de Salinger, Andahazi envasa y publica. Y sus libros salen en medio de una gran propaganda mediática. De golpe, para muchos, la literatura es casi como mirar el programa de Tinelli. Leemos unas hojas y nos vamos a dormir. Es una operación borgeana: para que exista Salinger en un extremo, tiene que estar Andahazi en el otro.

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jueves, enero 05, 2006

Astroboy y Aurora



"¿Qué es lo que recuerdo de Astroboy? Me acuerdo bien de que junto con Meteoro eran mis dibujos japoneses preferidos. En esa época no se hablaba todavía de animé, sino que se los llamaba simplemente dibujos japoneses, y para nosotros tenían ciertas características particulares que a veces los hacían objeto de repudio por parte de los mayores, con una cierta dosis de chauvinismo. Uno escuchaba que los ojos grandes de los dibujos japoneses hablaban del complejo de inferioridad hacia Occidente, que estaba mezclado con la necesidad imperante de vendernos cosas. Vendernos a nosotros, Occidente. Éramos parte de un bloque, en medio de la bipolaridad todavía imperante. Cuando unos años antes de eso nos vendían Heidi, la sensación era de un abroquelamiento aún mayor: ‘mirá vos estos japoneses, se atreven a vendernos una leyenda de los alpes a nosotros’, porque teníamos la sensación de que los alpes eran más nuestros que de los japoneses, y todavía operaba (me daría cuenta tiempo más tarde) el mito de la reconstrucción japonesa, eso de que la humildad laboriosa de haber agachado la cabeza y trabajar como hormigas terminaría haciéndolos a la larga dueños del mundo, mientras que por el momento, humildemente, dibujaban criaturas de ojos grandes para congraciarse con nosotros".

lunes, enero 02, 2006

Inconfesables 3

por Adriana Battu

Cuando habla alguien en cadena nacional, me gusta comprobar que la señal de canal 13 tiene un delay de un par de segundos. Entonces paso del 11 al 13 muchas veces y escucho cosas como "la importancia del crecimiento económico (click) ecimiento económico". "Nos esperan días difíciles (click) ías difíciles" "Y el compromiso con los argentinos (click) los argentinos" " Y no para unos pocos (click) nos pocos". No lo puedo evitar. Lo hago tantas veces que mi marido se levanta y se va.

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