por Juan Incardona 1
...hasta que, en el último penal de la serie, Vanderley se paró frente a Gatti. El hombre de Cruzeiro tomó carrera y disparó. "El Loco" se lanzó hacia su palo izquierdo y tapó el remate… todo había acabado y Boca era dueño de América.
1977, tenía seis años, la noche anterior habíamos visto un partido de fútbol en el televisor blanco y negro, unos penales, una vuelta olímpica. Era temprano y mi madre me llevaba con ella a hacer las compras en el almacén de la Juanita, enfrente de mi casa. En la vidriera habían pegado un póster de Boca, Campeón de la Libertadores. Seguramente, este dato se completa con posterioridad, pues el afiche se mantuvo allí durante años. El recuerdo está fragmentado, pero una situación se conserva inalterada en mi memoria:
Estoy en la vereda y me presentan a una persona muy alta, evidentemente un adulto. Su imagen es pintoresca. Luce botines, medias a rayas horizontales -azules y amarillas-, un pantalón corto azul y una remera del mismo color pero atravesada en el medio por una franja de oro. En otras palabras, frente a mí se encuentra, quizás, una de las figuritas del póster, un jugador de Boca Campeón. Me dicen que le dé la mano, que él será mi amigo. Primero lo miro a la cara y al principio son los ojos, y entonces no dudo y levanto despacito mi mano y después son las manos, progresivamente, que se acercan, se ofrecen y hacen click en el cenit de la mañana soleada y el congelamiento de la infancia.
—¿De qué cuadro sos? —Me preguntó.
—De Boca.
Ese fue mi primer encuentro con Agustín Basile, hijo de la Juanita, más conocido como "Tino", sin duda el personaje más popular del ilustre barrio de Villa Celina, un gran tipo que no ha conocido la maldad por algún designio de Dios o simplemente por la suerte que le ha tocado, una muestra de la inocencia humana, ¿un retrasado?, ¿un hombre con capacidades mentales diferentes?, un amigo de fierro, no cabe duda.
De él se dice, principalmente, que está loco. Sobre la causa de su trastorno oí especular a mucha gente: que es de nacimiento, que no. Algunos, afirman que sufrió un trauma y que nunca se recuperó, luego de que muriera su padre en un accidente de tránsito; otros, datan el comienzo de sus delirios en un incendio que devoró la casa familiar, cuando era solamente un chico.
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Fue el 10 de abril de 1981, Boca ganó 3 a 0 y Diego Armando Maradona realizó una jugada mágica e irrespetuosa nada menos que ante Fillol: lo desparramó con un amague y también dejó gateando a Tarantini para tocar al gol.
Las generaciones fueron cambiando pero Tino permaneció siempre allí, en la vereda de Ugarte (ex Cruz), casi Giribone, festejando goles a niños de 5 a 12 años como si fuera Maradona en la Bombonera. Los vecinos estaban acostumbrados y nadie se sorprendía si, de pronto, veían pasar al crack saltando o arrastrándose por el piso. Sabían que era Tino ofreciendo una de sus conquistas a las tribunas colmadas de expectadores imaginarios. Sus gritos eran verdaderas explosiones interrumpiendo la siesta, pero a nadie se le ocurrió quejarse jamás, porque Tino venía con el barrio, era parte del paquete, de la esencia del folklore celinense.
Para tener una idea aproximada de su aspecto, pueden ver a Darío Grandinetti en Esperando la carroza. Las coincidencias externas son llamativas, aunque la actitud del personaje de la película está representada con exageración, como un idiota. En comparación, Tino es un gentleman de la locura, pese a sus mencionados exabruptos. Pero quién no los ha cometido después de convertir un gol importante. Lo que sucede es que, para el resto de las personas, este evento es esporádico, está interrumpido por largas horas de rutina doméstica o laboral. Para Tino, en cambio, la vida es una sucesión infinita de goles. Por eso siempre está vestido para la ocasión y su garganta preparada para el grito.
Antes, Tino jugaba a la pelota con nosotros, en el campito. Su estado físico era notable. El desarrollo muscular de sus piernas no tenía nada que envidiarle al que poseían los jugadores de Primera División. En sus tiempos de esplendor, Tino era invencible en la carrera. Ni siquiera el Cabezón Navarro, suerte de Speedy González del Conurbano, podía competirle. Su puesto estaba en la delantera: un nueve pescador bien metido entre los dos centrales adversarios. Su definición era irregular. Lo hemos visto perder goles insólitos, con el arquero vencido y el arco en bandeja, y hacer otros realmente memorables, desde ángulos imposibles.
Tino era un jugador temperamental. Aunque habitualmente se presentaba, tanto en el potrero como en otros lugares, con actitud afable, generosa y, sobre todas las cosas, inocente, la violencia podía desatarse en él en cualquier momento, principalmente como consecuencia de las burlas. Por ejemplo, si Boca perdía y alguno osaba cargarlo mucho tiempo con eso, era frecuente verlo lanzar su inmensa figura sobre la humanidad del molesto. Había que tener bastante cuidado: Tino era incapaz de discernir entre un guachito de 8 años y uno de 20. Ambos podían ser sus amigos íntimos o sus enemigos acérrimos. Aunque es preciso aclarar que Tino no solía llevar la bronca hasta el límite; generalmente eran calenturas del momento. Si alcanzaba a su víctima, era raro que la cosa pasara a mayores. Aunque hubo excepciones:
Todos los integrantes de la barra de San Pedrito y Giribone recordamos aquella tarde, ya oscura, cuando Amadito –un pibe flaquito de 12 años- se burlaba interminablemente de Tino mientras jugábamos un picado en el campito. En un momento, Tino, que ya no lo aguantaba más, reaccionó, y con una patada terrible en la espalda, lo mandó al piso. Amadito quedó knock-out y tuvieron que llevarlo a upa hasta la casa. Después hubo algún lío entre padres, pero no mucho, porque todos conocían a Tino y justamente por eso nadie dudaba de la culpa de Amadito. Más tarde, cuando todos habían entrado, vi a Tino desde la ventana de mi casa, que lloraba –fue la única vez que lo vi llorar-, sentado en el umbral del almacén de su mamá.
En una oportunidad, me defendió. Unos pibes de Blanco Encalada, que eran más grandes que yo, me estaban molestando, se burlaban, hasta me dieron un bife. Pero Tino se metió. Corrió a uno y lo encerró contra la pared de Salomón, en Giribone, y le pegó un par de piñas en la panza. Los guachitos rajaron despavoridos.
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En aquella noche de febrero de 1991, River ganaba 3-1 y se floreaba en la Bombonera en un partido por la copa Libertadores. El conjunto de Passarella sufrió la expulsión de Leonardo Astrada y a partir de allí, Boca fue un torbellino que aplastó al millonario. Blas Armando Giunta, un símbolo xeneize, anotó el descuento y Marchesini puso el 3-3. Pero la locura invadió la Boca cuando tras un rebote, Diego Latorre conectó la pelota con una tijera y dejó sin reacción a Oscar Passet, sellando definitivamente el resultado.
Gracias a mi tío Salvador –el hermano de mi papá- conocí la Bombonera. Él me llevó a ver mis primeros partidos en la cancha. Luego, avanzada mi adolescencia, ya no dependí de alguien para hacerlo. Me hice socio y empecé a ir a ver a Boca, sobre todo cuando jugaba de local. Pronto, Tino se enteraría de estas salidas de domingo y vería en mí una oportunidad única.
Él había ido pocas veces, con un primo. Lamentablemente, su papá había fallecido y su mamá tenía que trabajar en el almacén. No tenía hermanos. Es decir, no tenía quién lo llevara. Y solo no sabía ir; además Juanita no lo dejaba.
Una tarde, lo invité. Jamás olvidaré el brillo de sus ojos, la alegría de su cara. Fue en 1988.
A partir de ese día fuimos juntos durante más de diez años. Los domingos a la mañana el sonido de mi nombre se colaba a través de las hendijas de la persiana de mi pieza, que daba a la calle, y me despertaba. Era Tino que le contaba a cada persona que iba al almacén:
—Hoy seguro que vamos a la cancha con Juan Diego.
Siempre era lo mismo. Yo abría la ventana y le preguntaba si se estaba preparando, que después del mediodía nos íbamos. Su euforia era incontenible, tanta que, muchas veces, pegaba piques hasta la esquina, o saltaba, o hacía elongaciones. Estaba entrenando, como si fuera él quien dentro de unas horas tuviera que jugar.
Finalmente, a eso de las dos de la tarde, lo pasaba a buscar. La madre le daba algunas indicaciones, que Tino apenas escuchaba, porque salía corriendo de la casa en dirección a la parada del colectivo. Para estas ocasiones su ropa era siempre la misma. Llevaba puesto un equipo de gimnasia azul francia; debajo de la campera asomaba el amarillo brillante de la camiseta; en la mano sostenía una bolsa repleta de papelitos que había cortado la noche anterior.
Desde el principio, intenté enseñarle el viaje para que pudiera ir solo, en caso de que algún día yo no pudiera llevarlo. Lo obligaba a memorizar la ruta, le encargaba sacar los boletos en el colectivo, le explicaba cómo entrar al Estadio, a qué persona tenía que mostrarle el carnet, cómo elegir buenos lugares en la tribuna.
Con el paso de los años, empecé a ir menos. Un domingo, que yo tenía algo que hacer y no podía acompañarlo, fui a hablar personalmente con la Juanita para que lo dejara viajar solo. En esa época, Tino rondaba los cuarenta y pico de años (nadie supo jamás con exactitud la edad de Tino). No pensé que lo iba a dejar. Sin embargo, aunque mostraba muchas dudas y me hacía todo tipo de preguntas, finalmente le permitió ir. Ese día de 1997, Tino, por primera vez, fue solo a la cancha. Volvió sano y salvo a una hora prudente. Boca le había ganado a Newell´s 2 a 1. En ese partido, además, se produjo el debut del último gran ídolo xeneize: Guillermo Barros Schelotto.
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Pero de la mano de Riquelme y con un gol cargado de emotividad de Martín Palermo –regresó de una grave lesión que lo marginó de las canchas por seis meses – el equipo de Carlos Bianchi aplastó a River 3-0 y lo echó de la Copa. Tras esta aplastante victoria, el pueblo boquense determinó el 24 de mayo como el "Día de la Paternidad".
A finales de la década del 90 me fui de Villa Celina y de la casa donde viví 28 años. Primero Haedo, luego Boedo, ahora Flores. Sin embargo, mi familia –mis padres y mis dos hermanas- aún permanecen allí, en la vieja casa de Ugarte que alguna vez construyeron mis abuelos paternos. Enfrente, el almacén de la Juanita, pese a los numerosos supermercados que abrieron en los últimos años en distintos lugares del barrio, sigue atendiendo al público. Prácticamente es un monumento histórico. Se destacan su estructura, los altos techos, el mostrador, las viejísimas heladeras, la persiana y, sobre todo, la propia mercadería que se ofrece: galletitas sueltas, aceite en lata, leche en botellas, fiambres caseros, bolsas de semillas, barritas de azufre y muchos otros productos anacrónicos y por eso cada vez más valiosos. Un detalle importante e incólume son las botellas de whisky que nadie compra y que descansan cubiertas de telarañas en las repisas superiores desde que tengo memoria.
Los vecinos más cercanos, siempre fieles, todavía compran en el almacén, aunque es evidente que las ventas de la Juanita disminuyeron bastante. Desde hace unos cuantos años que su negocio, generalmente, está vacío, situación que contratrasta notoriamente con mis recuerdos de niño, cuando comprar allí significaba comerse una cola de siete u ocho personas, sobre todo a la mañana.
Juanita solía abrir a toda hora y todos los días de la semana, sin embargo, en los últimos tiempos, el almacén permanece cerrado los domingos a la tarde. Resulta que Juanita se hizo socia de Boca y ahora va junto a su hijo a ver los partidos.
Cuando voy a Villa Celina, siempre los visito. Juanita me quiere mucho y Tino también. Acostumbran a hacerme regalos, aveces cosas del almacén.
—¡Agustino, vení, vení que está Juanegriego! –le grita la Juanita a un Tino que se lo ve cada vez menos por el barrio, que apenas sale y ya no juega al fútbol en la vereda, un Tino que se la pasa mirando partidos de todo tipo en la televisión, un Tino de entrecasa que, sin embargo, aún conserva su vestimenta clásica de jugador de Boca.
Hace un tiempito me mostró algo importante, un objeto secreto: su diario íntimo (concebir la existencia de un escrito semejante me perturbaba, sin embargo, no pude evitar recorrer esas páginas con fruición). Se trataba de un cuaderno Gloria de tapa blanda, en cuyas páginas él escribió en los últimos 30 años. Allí pueden leerse, en letra muy pequeña, miles y miles de resultados, uno encima del otro, sin orden aparente (la siguiente secuencia es un ejemplo que no alcanza a representar, ni siquiera mínimamente, la complejidad de esos garabatos interminables):
Boca4–Lanús2.River3–Banfield1.Boca1–Huracán1.Racing2–Estudiantes1.Velez2-Ferro1.Gimnasia0...
Dedicado a Tino y la Juanita