viernes, septiembre 30, 2005

Secuela de una road movie

Por Violeta Kesselman


sembré el territorio
de poemas como excrementos de paloma
en todas las estatuas de nuestro país
cada pueblo muerto una bajada de verso
ciudades populosas iguales a espacios en blanco
no te tires de la barba:
éstas sí son vacaciones

la mañana en que empecé a pensar en mi rastro
fue una mañana en un bar de estación
vidrieras
y además era sábado
no te engañes:
esto es cierto punto por punto:
uno no se toma el primer buque que encuentra
con el pelo mal teñido y mal rapado
un bolso que guarda tres remeras
más un cuchillo de cocina rasposo de óxido

jueves, septiembre 29, 2005

Carta a Borges



Por Alberto Hidalgo


Querido Borges:

Voy a refrescarle la memoria.

Hace unos meses, varios, muchos, una noche, pasadas las 24, frente a la Confitería del Molino, Ud. tuvo un breve apuro. Quería acompañar a una amiga hasta su casa, en Villa No Sé Cuantos. El automóvil costaría, según sus calculos, 3 o 4 pesos. Como Ud. no tenía ninguno, yo le presté diez. De modo que Ud. pudo irse con la chica, solos los dos, y juntos, dentro del auto y bajo la noche. Y de seguro que no pasó nada. ¡Nunca pasa nada entre Ud. y una mujer!

Corrió cierto tiempo. Cierta vez en el Royal Keller, extrajo Ud. su cartera y de ella un billete, nuevecito, de diez pesos, con desánimo de dármelos. Eran para abonar la consumación. Pero me dijo:

-No tengo sino esto. El miércoles cobraré un artículo en "La Prensa".
-¡Hombre! -le respondí-, ¡Cuando usted pueda! ¡No faltaba más!

No volví a verlo. Desapareció de la tertulia y olvido la cuentecilla, no obstante de haber cobrado, de seguro, varios artículos en "La Prensa". Ahora bien: desde hace algún tiempo, todo lo que usted escribe me parece malo, muy malo, cada vez peor.

¡Ud. con tanto talento, escribiendo puerilidades! ¡No puede ser! Temo que mi juicio adolezca de parcialidad, a causa de los diez pesos que me debe. Páguemelos, querido Borges. Quiero recobrar mi independencia. ¡Concédame el honor de volver a admirarlo!

Por otra parte, el dinero es sucio. Ud. y yo estamos por encima de él. Haga, pues, una cosa decente: vaya a una librería, compre unos libros por valor de diez pesos. Y me los manda por correo certificado. Los libros que, a su juicio, yo deba leer y los cuales -imagino- no serán los suyos. Nada más. Eso será suficiente para que pierda mi carácter, horrible, de acreedor.

Prensente mis respetos a su familia. A Ud. yo lo recuerdo constantemente.
¡Y no por la deuda!

Un estrujón de manos. A.H.


Del Diario de mi sentimiento (1922-1936). Edición del autor, 1937.

(Texto proporcionado por Enoch, el coleccionista. Foto: archivo personal Fabián Casas. Tomada en 1975, a la izquierda vemos al poeta de Boedo a los diez años de edad después de saludar a sus ídolos literarios.)

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miércoles, septiembre 28, 2005

cómo coje la gente cómo garcha



Por Ramón Paz

cómo coje la gente cómo garcha
cómo tronan cajetas en la sombra
cómo gastan las camas y la alfombra
y empoman con calor y con escarcha
no paran como bestias zoofornican
se frotan las pelambres selva adentro
aúllan escondidos en el centro
en cuevas y oficinas sexifican
y son un bicho de cuarenta dedos
cogiendo sobre el diario de la historia
los monos hamacándose en la gloria
carnívoros en húmedos enredos
nos salvan de la muerte devorantes
alabados los cálidos garchantes


Ramón Paz nació en Buenos Aires en 1969. Entre otros títulos, publicó Pornosonetos (Editorial Eloísa Cartonera, 2003) y Pornosonetos II (Editorial Vox, 2005). Posted by Picasa

lunes, septiembre 26, 2005

La culpa no es del chancho

Por María Bayer (publicado en elcircuito)

Hace ya varios años, razones sentimentales que no vienen al caso me llevaron a recorrer Centroamérica entrevistando Pymes con un grupo de sociólogos. Así conocí cómo es que se hacen ladrillos, pan o zapatos en varias ciudades de El Salvador.

Los primeros días, todo era entusiasmo. Conocer la ciudad, usar la pileta del hotel, comer en restaurantes de lujo (el cambio nos favorecía y, además, ese tipo de trabajos suele ser bien pago). Me sorprendió ver en el shopping mall de San Salvador un negocio que vendía chalecos antibalas, algo que iba en consonancia con las itacas que los custodios lucían en plena calle. Paseamos por la zona rosa (área concheta de la ciudad) y comimos pupusas en un fondín.

Después empezó el trabajo. Dos argentinos, una francesa y un alemán arrepentido era el equipo de sociólogos. También estaba yo que no entendía demasiado de nada. Las primeras entrevistas, una fábrica de zapatos, una tornería y una de bombachas, me resultaron interesantes. Los sociólogos iban, preguntaban por el nivel de educación, el tipo de cosas que fabricaban y cómo lo hacían. Los tipos nos mostraban las instalaciones. Todos contentos. A la quinta entrevista, me empecé a aburrir. Entonces, me quedaba en la van y charlaba con el chofer.

Don Antonio era un hombre mayor, un poco gordo y canoso. Conocía su oficio: no sólo manejaba muy bien sino que además tenía la parquedad y picardía justas. Si no le hablabas, él ni mosqueaba. Una de las primeras cosas que me dijo era que él nunca había ido al teatro, que eso no le interesaba.

Un día me preguntó si podía prender la radio. Todas las tardes escuchaba un programa cómico que duraba media hora. El tipo era una especie de Fernando Peña, quizás no tan talentoso, que hacía humor político. Don Antonio me iba instruyendo sobre las próximas elecciones y los modismos de su país. A veces se ponía colorado ante la posibilidad de explicarme un chiste medio guaso. Cuando terminaba el programa, Don Antonio apagaba la radio pero nos quedábamos charlando y riéndonos de lo que habíamos escuchado hasta que volvían los sociólogos. Así fue como me confesó que todos los años iba a ver el show que hacía ese cómico.

-¿Pero cómo, no es que nunca había ido al teatro?
- No, pero eso es distinto.
-¿Hay escenario? ¿Hay público? Es teatro.
-Bueno, pero no es eso, así como le gusta a usted.
-¿Así cómo?
-No sé... aburrido.

Hace poco leí una novela en la que se hablaba bastante de teatro, sobre todo del llamado "comercial" y el de revista. El teatro estaba muy presente: los personajes iban seguido a distintas salas pero no disfrutaban de lo que veían. No se salvaba ni el circuito oficial ni el off ni el comercial. Y me acordé de Don Antonio y de cómo su idea de "teatro" no se correspondía con aquello que lo movilizaba para pagar una entrada y ver un espectáculo sabiendo que lo podía disfrutar.

domingo, septiembre 25, 2005

Un día tus hijos te preguntarán por él

Por Washington Cucurto

Un día tus hijos te preguntarán por él,
Pero no hoy
Y mientras tanto dormís en ese póster,
Atlético, bello, joven, intratable,
Ricky Martín, José Feliciano, E. Iglesias,
Rodrigo, Los Lamas, Sombras, algún día
Saldrán volando de tu puesto callejero de revistas.
Ídolos muertos, los único que los merecen
Son los puestos callejeros del Once,
El cementerio de las estrellas, su puerta
A la Inmortalidad.
Los ídolos mueren, los millonarios mueren,
Los patrones mueren, pero los puestos callejeros
Del Once no morirán nunca.
Vuelan los pliegues de papel ilustrado, de árboles
Ilustrados, de celulosa ilustradas con cumbias,
Melódicos, bachatas, merengazos, tropicales...
Sobre el cielo los pósters de nuestros ídolos,
Esos que quisiéramos ser nosotros.
Sobre las luces de la camisería más grande del País.
Sobre las luces de nuestras almas esfumadas en las letras
De las mejores cumbias.
Nuestros ídolos son los merecedores de nuestro
destino:
Ricky, Feliciano, Tormenta Tropical, Iglesias, Diego,
Vuelan asustados por la situación del Once
Hacia otros pagos, mientras una multitud de legionarios
fans levanta la cabeza.
Un día nuestros hijos nos preguntarán por él,
Pero no hoy.
“El gran negocio está en la fantasía de la gente”.
¿Cuántas semanas gratis bajo el sol del Once
para recuperar la volantina posteril?
¿Cuántas noches de trasnochadas para recuperar
lo que el viento se llevó?
- “El viento se llevó un póster de Ricky Martín,
que era todo mi sustento”.


De Hatuchay, Ediciones el billar de Lucrecia, 2005.

viernes, septiembre 23, 2005

Vox Dei y El Bolsón de Painemilla



Por Juan Incardona

Acá –gracias- me cuentan que en la primavera de 1967 se forma Mach 4, que hacían covers y que tocaban “When a man loves a woman", de Percy Sledge. Pero averrunco con la info del génesis musical y carpo de mi memoria después se llamarían Vox Dei, una de las mejores bandas que ha dado el rock argentino, sí, complaudo, una de las mejores. A Willy Quiroga lo conocí –vean mi cara de terror en esta foto junto a él, y la remera que dice ROCK, y el pañuelito, y los ojos rojos- en un asado en la casa de Gaby y la Pitu, en Villa Celina. Pero esa tarde es otra historia y disculpen si mi cabeza padece el efecto de Joule, pero así es el pensamiento: donde hay corriente también hay producción de calor colateral. A donde quiero ir, en realidad –con armónica, con guitarra, con jardinero-, es al Bolsón, hace un tiempo ya, eh, qué cagada, y bue.

Mis amigos de Perseverancia mucho bla bla, pero cuando llegó el momento de hacer dedo y salir a la ruta argentina, bien bien me dejaron en banda, así que tuve que buscarme un acompañante, que resultó ser mi amigo del secundario Daniel, más conocido como Mumra, o La momia.

Ese fue el primero de mis viajes al sur; después vendrían muchos otros y más largos, de meses -a Ushuaia fui todo a dedo desde Buenos Aires-, pero basta con la purgatio desordenada de recuerdos y mejor vuelvo a El Bolsón, con Mumra.

Habíamos pegado onda con un grupo copado, unas diez personas, y estábamos parando en la casita precaria de Adriana, señora hippie con ojos muy grandes que era amiga de uno de los pibes. Interfodio al viaje allí estuvimos diez días en la sombra del Piltriquitrón, acampando en su jardín de cesped grueso, protegidos del viento, aunque a merced del irroro matinal de cada día. Un placer.

Una noche colgado de las nubes era la Fiesta del Lúpulo. Las callecitas estaban atestadas de gente, de rockeros y gendarmes. Empanadas deliciosas y baratas, vino, muchísima cerveza, el festival lo cierra Vox Dei. Corrían los primeros años de la década del 90, pero la noche chupadora te metía en esa instalación bolsoniana de verano hippie y rockero, y todos, quizás, pensábamos que eran los comienzos del 70.

Tanto alcohol y tanto faso en la zapada previa a uno le distorsiona el hipotálamo, ¿vio?. Distabesco progresivo experimenté la nocturnidad del concierto con la horda agitante, chicos malos de pelo largo, salto y grito, usurpando la verdadera historia, por encontrarla, de Sam el Montañez.

El último tema nos puso en la cumbre nevada de azúcar amargo, y eres muy dulce, amarga a veces, ¿qué haré?. Fue una noche inolvidable, gracias Willy, Ricardo, Rubén.

Para la sibilancia, para el extranjero, para el deseo antropológico, me enredé con una indígena en plena calle: chica voluptuosa, suavemente oscura, como la arcilla, boca grande, infernal, sexo, sexo en la vía pública. Por suerte, la calle de tierra estaba un poco escondida y la iluminación era escasa. La oscuridad del recoveco fue suficiente para proteger nuestros cuerpos de la interrupción y la Gendarmería Nacional.

A la mañana siguiente me encontraron hablando pavadas, en el alba psicodélica junto al arroyo. Mumra y otro pibe, el Gordo, de Ituzaingó, me obligaron a ir con ellos a la carpa, en el jardín de Adriana. Me contaron que yo no quería, que me revolcaba por el piso, que cantaba, que me lamentaba, que repetía el nombre de una chica: Painemilla, Painemilla, Painemillaaaaaaa.

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jueves, septiembre 22, 2005

Paz recomienda a Molle

"Molle siempre sonoro, listo para el chasco. Recomiendo de su libro El despertador y el sordo el poema Devolución del papagayo vacío donde un nieto visita al abuelo moribundo en el hospital y le regala una remera de megadeath." Ramón Paz

Devolución del papagayo vacío

Por Fernando Molle

¿Y el abuelo?
Se muere en la Clínica Bancaria,
luciendo la remera negra con la calavera
que anteayer le trajo
su sobrino nieto heavy,
para seguir hablando de los radicales
con el pulmón sin perforar que le queda.
BLOODY MEGADEATH
dice en la remera,
en letras góticas multicolores,
debajo de la calavera
que fuma y que sonríe;
debajo de la remera
vuelve a toser el abuelo.
Los residentes le miran el pecho,
y opinan de música cruda,
a pasos de las piernas de las enfermeras
que tienen nietos en la edad del pavo.
En cualquier momento lo bajan a Yrigoyen
dice durante cinco semanas.
Después devuelve intacto el papagayo,
y muere dormido en los brazos de Alejandra.


Febrero 1995.

miércoles, septiembre 21, 2005

Wes Montgomery en París



Por Juan Terranova

Había salido El Bailarín de tango y me invitaron a una mesa sobre música y literatura con otros escritores. Se hablaron de muchas cosas intrascendentes, algunas incluso divertidas. Sobre el cierre, el anfitrión largó la pregunta final: ¿qué concierto les hubiera gustado presenciar y por qué? Cada uno respondió a su turno y el abanico fue desde no sé qué antológica tocada de los Rolling Stones hasta Paganini y Gardel. No eran malas opciones.

Como yo respondía último, pude pensar. ¿Qué me hubiera gustado ver y escuchar? ¿A qué momento de la música volvería para después decir: “estuve ahí”? No sé por qué se me ocurrió Lee Morgan, un trompetista que nunca me convenció del todo. Había grabado tres temas en vivo, Peyote, Willow weep for y Speed Ball en julio de 1970. El club se llamaba The Lighthouse y quedaba en Hermosa Beach, California. El disco, por supuesto, se titulo Live at The Lighthouse. La grabación no tiene el mejor sonido y el baterista, Mickey Rocker, toca simpático pero es un poco desprolijo. Supongo que pensé en ese concierto, nada del otro mundo, por el nombre del lugar.

Fui más obvio cuando me acordé de Mingus en París. El 17 de abril de 1964 había grabado, acompañado por Eric Dolphy en saxo alto y clarinete bajo, unas muy buenas versiones de Fables of faubus, Sol long Eric y Orange was the color of her dress, then silke blue. El grupo se completaba con el siempre interesante Clifford Jordan en tenor, Jaki Byadr en piano y Dannie Richmond en la batería. En So long Eric se sumaba la trompeta de Johnny Cole. Fue en el Salle Wagram, un lugar que todavía existe y se publicita en la web con el slogan “a solo unos pasos del Arco del Triunfo”. Ahí me hubiera gustado estar.

Sin embargo, cuando me tocó responder mi opción fue el Wes Montgomery Quartet que se presentó en el Théâtre des Champs-Elysées en marzo de 1965. ¿Por qué? No sé. Wes Montgomery era un guitarrista carismático y efectivo. Tocaba sin púa, con el pulgar de la mano derecha, y la correa atada a las clavijas. Grabó una pila de discos, algunos incluso haciendo canciones de los Beatles. Tenía como ocho hijos, así que en una época llegaba al estudio, le pasaban, por ejemplo, tres o cuatro canciones de Revolver y largaban sin más. Después, por ahí, hasta ponían una orquesta atrás.

El disco que quedó de su presentación en el teatro de Champs-Elysées es, sin embargo, de una delicadeza extraordinaria. El guitarrista estuvo muy bien acompañado por Harold Mabem en piano, Arhtur Harper en bajo y Jimmy Lovelance en batería. Lo que llegó hasta nuestros días de esa noche son apenas seis temas, tres de Montgomery, Jingles, el famoso Twisted blues y Four on six, Impressions de Coltrane, la balada The girl next door y Here´s that rainy day, una canción en clave latina. En todos los temas la guitarra va como flotando, picoteando con los solos o jugando con el melody chord y siempre es coherente y respetuosa de la base. Cuando Montgomery, sin meterse a hacer base con la viola, lo deja, Mabem se manda. Lo que se escucha entonces es un trío interesante y un pianista que toca con todo, tratando de aprovechar al máximo los compases que le habilitan para su solo.

La guitarra siempre melódica pero nunca ingenua de Montgomery fue un atractivo programa para ese marzo en París. Aunque murió joven y solamente realizó una gira europea, no sé si el evento da para el mito, pero sin duda se trató de una excelente noche de jazz, de esas a las que se llega expectante y de las que se vuelve caminando, extasiado y agradecido.

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martes, septiembre 20, 2005

Hacia afuera

Por Fabián Casas


Pienso en toda la gente
que a esta hora mira televisión.
Una lluvia finísima
cae en la calle
y emerge desde el suelo
un silencio precario.
De la ventana hacia afuera
los límites de mi lenguaje
crearon un mundo
que ya no me interesa.
El pavimento mojado
refleja las luces de los autos:
rojos, verdes y amarillos
moviéndose.


De El Salmón, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1996.

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Acróbatas con bigote



Témpera s/ óleo, Tomás Martín Grondona.
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lunes, septiembre 19, 2005

Paredón para Adalberto

Por Fernando Molle


Paredón paredón para Adalberto
por negarse a casar a los enanos.
(Que todos los gendarmes
hagan otras changas
no quita que no puedan fusilarlo.)
Firme como pocos en su puesto
se acuerda de Fillol mientras prepara
la respuesta del último deseo
: dos por cuatro
: No hay pregunta.
Al sargento le viene la laguna
y salen bien las balas, los agujeros
para el cuerpo, para el queso de Adalberto.
No pudo renovar el tango
por negarse a casar a los enanos.

Octubre 1994.

Estrategias

por Lolamaar

Los viernes curso una materia en Ciudad Universitaria. Tomo el 160 en Santa Fe y Aráoz, ochenta centavos, casi siempre lleno. Plano general de todos los pasajeros sentados. Primer registro: gente joven, gente mayor, carpetas de estudiantes de diseño o arquitectura. Focalizo. Plano cerrado. Donde hay carpetas ya sé que no tiene sentido. Bajan, como yo, en el Pabellón III.

Las chicas vestidas a la moda o que muestran su propia moda tampoco tienen sentido: Diseño de indumentaria. Pabellón III. Con los estudiantes del Pabellón II (Biología, Exactas, etc) podría complicarse un poco, no tienen accesorios visibles para los demás pasajeros. Aquí, entonces, juega la intuición o la suerte de ver algún apunte, o alguna actitud que denote la pertenencia al claustro de estudiantes o de docentes.

En este viaje también hay azafatas (160 A, que agarra por Aeroparque). Ridículos trajecitos combinados. Aerolíneas Argentinas: azul y guarda celeste hasta en los zapatos. Valijas pequeñas. Mirada de viaje sin emoción. Tampoco valen. Bajan casi al final del recorrido.

Miro bien. Tengo que descartar lugares y elegir uno para sentarme lo antes posible. La elección debe ser hecha con confianza. Las veces que dudé me sacaron el lugar. Además, no tengo mucho tiempo. En Plaza Italia suben los pitufos (estudiantes secundarios del ILSE, inconfundible atuendo azul francia, algunos palos de hockey, y pensar que fui una de ellos) y el colectivo se llena por completo.

Aráoz y Beruti. Hay dos lugares posibles. Un hombre en asiento individual que seguro baja antes de Ciudad Universitaria. El segundo caso es atrás de todo, una mujer en asiento compartido con una estudiante. Elijo la mujer por estar rodeada de más gente. El margen de error me favorece.

Las Heras y Scalabrini Ortiz. La mujer se saca los auriculares, guarda su discman, saca su teléfono celular de la cartera y lo mira. Lo guarda. Cierra la cartera. Pasan unas cuadras y nada. El hombre del asiento individual se dirige hacia la puerta. Me equivoqué, pienso: el tipo baja primero. El colectivo se detiene en Plaza Italia, la mujer se para rápido, el hombre baja, ella también, yo me siento y suben los pitufos del ILSE. Ahora sí, todos a Ciudad Universitaria.

Más de Lolamaar en su blog.

domingo, septiembre 18, 2005

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viernes, septiembre 16, 2005

El horno del Nautilus



Por Juan Terranova

Hay una expresión que se viene oyendo desde hace rato. Se la leí un par de veces a Lola, se le leí y se la escuché a Obelix. Apareció en este y otros blogs. La expresión es “Estoy en el horno”. Nos pasa algo malo y “estamos en el horno”. Estar “en el horno” significa caer en desgracia. Casas la usa seguido y a veces le agrega una locación precisa: “Lo mandaron al horno de Banchero”. También la pusieron en un cartel que promocionaba la película Constantine. La foto de Keanu Reeves y al lado “un tipo que literalmente estaba en el horno”. Es probable que dentro de un año suene a viejo. Como todas las expresiones, si se repite mucho, pierde sentido. Se transforma en una marca sin brillo, sin relieve. Hoy funciona, tiene buena circulación. Mañana no sabemos. Pero eso es lo que menos importa.

Hace poco descubrí de donde viene. Julio Verne fue el primero en usarla. En realidad no fue él. Para ser más precisos fue uno de sus personajes, Ned Land, el arponero canadiense de 20.000 leguas de viaje submarino. Gárgola sacó el año pasado una edición completa de largas quinientas páginas. Busqué en mi biblioteca y encontré la que había leído yo hace unos quince años. Era de Billiken y no llegaba a las ciento cincuenta. Así que me compré la de Gárgola, con calamar gigante y submarino en la tapa, y empecé a disfrutar una vez más del ingenio de Verne. Digan lo que quieran a favor o en contra, para mí es un narrador interesante.

La cuestión es que, sobre el principio del libro, después de correr a un monstruo marino por medio Océano Pacífico, el científico Aronnax, su sirviente Conseil y Ned Land, el arponero, caen al agua desde la fragata Abraham Lincoln. Cuando creen que todo está perdido, descubren que el monstruo era, en realidad, un submarino. Unos hombres de extraños bigotes los rescatan y los encierran en una habitación adentro de la nave. Y ahí empiezan la conjeturas lógicas, algo con lo que Verne jugaba y por lo que tenía debilidad.

Después, va a llegar el encuentro con Nemo, el viaje por los abismos marinos, el asombro y la aventura. Pero en ese momento, los tres náufragos discuten la identidad de sus captores. Verne reparte los roles de manera clara. Aronnax hace deducciones lógicas, el inmutable Conseil no pierde la calma y Ned Land, arrebatado, fantasea. Para él, sus captores son antropófagos y se los van a comer. Y ahí viene el diálogo, al principio de la página 77.

“— Tranquilícese, amigo Ned, cálmese— dijo Plácidamente Conseil—. No se sulfure antes de tiempo. Todavía no estamos en la parrilla.
— En la parilla, no —replicó el canadiense— pero sí en el horno, eso seguro.”

Fija, la expresión la inventó Verne.

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Monumental

(Notas sobre la Presentación de Vamos con esas imágenes de Rodolfo Edwards.)

Por Obelix

En la entrada del local, un puesto de Eloísa Cartonera. Uno de sus directores corretea mujeres, niñas y cualquier cosa que se le cruce. En un momento dado, director-degenerado me mira fijo (durante breves segundos) y decido ir a buscar algo para beber.

En la barra pido una cerveza de litro. Escuchan a Miguel Mateos. “Zás –pienso– prefiero al degenerado de adelante.” Bebemos con las señoritas de la Cartonera, muy bonitas ellas. Una me dice en secreto: “este muchacho es tremendo, nosotras, calzón de lata”.

El público empieza a llegar. También llegan amigos. Cae un muñeco y pregunta a los gritos: “¿Llegó Tarufeti de Crónica?”. Director-degenerado (sin abrir la boca) le aplica un directo en la zona hepática. Muñeco cae y las señoritas de la Cartonera (bien entrenadas ellas) le entran a patear la cabeza. Después camuflan el cadáver entre los libros. Parece que quieren largar una edición llamada Hannibal Lecter. “El cartón pasó de moda” me explica director-degenerado.

La presentación está por comenzar y nos ubicamos a un costado. Mi amigo de Boedo me dice: hay que estar preparados para rajar. No le pido detalles. En escena un transformista. Hace muecas y caras. Aparece un hombre, Edwards, alcanzo a escuchar. Transformista se pone en cuatro patas, Edwards se baja los pantalones, primera demostración de sexo explícito de la noche.

La performance continua, todo da un poco de miedo, hay música, vestuarios, actores y demás. En un momento dado, fuegos artificiales. Vamos a arder, imágenes de infierno atraviesan mi mente. Del techo cuelga una jaula. Dentro, un sujeto amordazado. Se aferra a los barrotes e intenta hablar, la mordaza está firme. Me cuesta un poco identificarlo: es Saccomano. Edwards hace una señal, y en escena, un tigre blanco. Tigre está medio cansado, Edwards látigo en mano lo anima. “Vamos Tom, Vamos Tom” le grita. Asistente abre jaula y Saccomano intenta huir. El tigre es veloz. Director-degenerado recoge lo poco que queda, vuelve y repite: “El cartón ya fue”.

La parte seria: Director-degenerado lee unas poesías bonitas. Leé muy bien. A su lado una señora. Cuando es el turno de señora, la cara de director-degenerado sufre transformaciones. El discurso de señora es largo, me hace acordar a la Pontirolli (la de química) y a sus discursos sobre Sarmiento y esas cosas. Director-degenerado pierde la paciencia y le aplica un revés-correctivo, labio destrozado. “Caramba, por fin se va a callar” pienso. Nada de eso, señora sigue como si nada. El orgullo femenino la empuja.

Vuelve Edwards a escena, leé unos poemas, el tipo es un genio, y de repente hay una suelta de pollitos. Pollitos por todos lados, corretean. Edwards, se pone de pie y los empieza a perseguir. Los pollitos son veloces, pero Edwards está en forma, y alcanza a uno de ellos. “Por favor, los pollitos no” pienso. Con sus dientes Edwards le arranca a pollito la cabeza. El rostro de Edwards, empapado de sangre y una risa diabólica que no para. Decido esperar afuera.

Vamos con un montón de gente a comer. Mi amigo de Boedo, mi amigo interpretador y yo nos ubicamos en una mesa. Las chicas se nos acercan. Al final, después de un remolino de gente que entra y sale, Pontirolli (la crítica literaria del momento) y una secuaz nos hacen compañía. Pontirolli me mira, hace risitas. “Pontirolli –le digo– dame un beso, hace un tiempo en una reunión en la calle Pueyrredón te vi con un vestidito hindú y no me lo pude sacar de la cabeza.” Pontirolli, me empieza a acariciar por debajo de la mesa. Trato de no mirarle la cara, el revés de director-degenrado dejó secuelas (calculo que permanentes).

Bebemos y comemos unas empanadas. Cuando estamos a punto caramelo, partimos. Una noche fuerte. Edwards, ¡esperamos ansiosos su próxima performance!

jueves, septiembre 15, 2005

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Sin título

Por Paula Peyseré


Una vez, de tanto poncho durante el día de setiembre
Sara decidió justo y necesario pegarse una ducha,
abandonar la tranquera o el escritorio,
dejarse influir una siesta.
La Señora Mercedes
hacía un té, porque la Alcira no estaba,
hacía de dueña con un té y con su amigo el cura párroco
quien se refería a la eficacia del diablo sobre los úteros
como si recordara anécdotas de cabras,
con sorna de la muchachada que da rienda suelta al buitre,
a la patata y al amor de ingle
en una rivera, en un descuido atrás de algún yuyo,
después de alguna misa, los típicos cojederos.
El cura
–si de él hubiera dependido la administración de justicia-
quería aplicar el método de la cruz de cristo por excelencia,
no había digerido la hermosura de perdonar o entender o apoyar
al sexo adolescente, a la libertad del vientre,
a la liebre que corre.
La señora Mercedes le servía más y más cucharadas
con la esperanza, pobre en su aristocracia,
del calor de dar amistad, una desmesura,
un pico de glucosa.
El padre, en su salsa, retribuía la invitación con autoridad de monólogo y abuso:
arrebatado, predicaba subido a la mesa ratona
con sudor de ritmo y dedo erecto.
Mientras, Sara retozaba su estado de metáfora
-una irreverente preñez del Verso
exagerada por solemne y hermosa-
y en lugar de estirar la pata, una horita aunque sea para aliviar el peso de la criatura,
tenía que torturarse el oído con los gritos hósticos y comulgados
del padre venido a menos en su papelón.
Se levanta Sara
como quien recibe una llamada del destino, del sistema,
medio zombie aunque dentro de sus cabales narrativos
y con mano firme de macho madre decide
-por la apertura angosta del placard- armarse de su Charlesville
sistema de chispa, modelo 1898
(la previsión de la catástrofe no está en juego cuando de hijos se trata
y la travesía del mito le llega
tarde
que es como mejor se aprovechan los francos laborales o estéticos).
Una tacita tiembla
y la mesa cruje desde minutos antes bajo el peso del gordo en su sotana.
La señora Mercedes toma carta en el asunto
porque sabe del vilo histriónico pero honesto que es el sueño ligero y frágil de Sara
-tampoco para decir narcolepsia, pero sí Leve disrupción-
y le sugiere al padre que se baje,
que se baje del volumen de su voz y del mueble.
El hombre tumultuoso se rasca la barbilla
sorprendido de que una dama cuestione su porte
pero -¡orgullo negro, cruel !- Sara Gallardo ya entró
como yegua sudada en Palermo, y mejor, en el monte;
ya entró y apunta con fuerza de Santa Bárbara en su rayo,
mastica entre dientes un proverbio de campo
acerca de la sabiduría para las cosechas o los modales en el trabajo, y fuego.
Fuego contra el rosario del cura
que pierde la voz y el pecho en sangre,
un protagonismo en Enero.



Paula Peyseré nació en Buenos Aires en 1981, publicó La Racha y Llorona en Guacha Editora.
Administra Oficina.

miércoles, septiembre 14, 2005

Una suave brisa socialdemócrata

Por Santiago Llach (publicado en monolingua)


Empecé a leer Vientos de huracán, de Tim Lott (Barcelona, Tusquets, 2004, trad. Javier Calvo) ya en marzo de este año, cuando fue distribuido en la Argentina, y vengo a terminarlo seis meses después. No porque su lectura sea densa, no; todo lo contrario. Pero por algún motivo lo confiné a lecturas breves, lo paseé por distintos depósitos caseros de libros en viaje y lo abandoné incluso durante períodos de meses.

No por obvia, no puedo dejar de mencionar la prevención que provoca en mí un libro de la colección Andanzas de Tusquets. Prima negra de la amarilla "Panorama de narrativas" de Anagrama, ambas representan algo así como la fuerza de choque de la industria editorial española para nuestra identidad lectora latinoamericana. En algún sentido son inobjetables, y también ineludibles. Con su diseño casi inalterado, fueron nuestro primer acceso a Carver o a Duras, para nombrar a dos que para bien o para mal se erigen en hitos para una historia de nuestras lecturas. ¿Qué idea de la literatura intenta forjar este par de colecciones en nuestras cabezas? Insisto, todo esto no deja de tener una relación estrecha con el hecho de que España no para de crecer económicamente desde fines del franquismo y la Argentina cae con consistencia desde el Rodrigazo. Lo cual nos obligó a conocer a muchos escritores a través del español que se habla en España: yo habría tomado la misma decisión de traducción que tomó Herralde. Esto es: cagarse en el mercado latinoamericano. Pero como no soy Herralde sino un ciruja literario, eso no deja de molestarme. Y no dejo de advertir que estos catálogos diversos y amables abundan, por ejemplo, tanto en los subtes de Madrid como en las playas de Punta del Este, pero no recuerdo haber visto ninguno en la línea A de subterráneos. Lejos de mí la queja; apenas la constatación, la sospecha.

Vientos de huracán, entonces. Que comienza con un equívoco. ¿Un huracán no es un viento? La expresión aparece utilizada unas pocas veces en Google, pero me abruma ya con cierta redundancia, y la sensación de que el título original (Rumours of a Hurricane), tampoco brillante, habría estado mejor.

Esta es una novela de superficie, y en eso no se distingue de muchos títulos de literatura norteamericana reciente a los que hemos accedido en estos años.

El autor del libro es inglés, y el huracán del título refiere a las políticas económicas de Margaret Thatcher. Hay novelas muy inferiores a su título, como The Corrections de Jonathan Franzen. El contenido de Vientos de huracán es bastante más interesante que la torpe metáfora que lo sintetiza en la portada, pero no llega ni en pedo a convertirlo en una gran novela.

Hay ante todo un problema de índole puramente política. Pero vayamos primero al argumento. El final nos es contado al principio: en Londres, 1991, un homeless alcohólico muere atropellado por un camión. Quince páginas más tarde, flasback hacia 1979, y de ahí en adelante la historia de cómo Charles Buck, acompañando las euforias y la crisis de la economía thatcherista, va perdiendo dinero y familia hasta quedar en la ruina.

Me pasan dos cosas básicas con este libro. Una, que el modo como la política y la economía sobredeterminan a los individuos me interesa. Un realismo globalizado que considero bien resuelto. Las neurosis y las percepciones contemporáneas, descritas con gracia y oscuridad. Una literatura de nombres propios.

Eso por un lado. Por el otro, que esto sea un lindo cuentito de las Naciones Unidas. El problema político antes mencionado: la dificultad de la convivencia, aquí y ahora, del arte y la corrección política. No estoy proponiendo lo inverso, que el arte deba ser políticamente incorrecto: sería una banalidad. Pero creo reconocer un problema en la transparencia de la metáfora que reúne a un huracán con la señora Thatcher. El mismo problema que obligó a un lector sin duda fino como Juan Pablo Bertazza a decir que este libro "parece querer obligarnos a revisitar todo aquello que pasó en nuestro país en la década del 90, ese sueño líquido que terminaría evaporándose –algunos años después– en el aire, como todo lo que alguna vez fue o pareció sólido". Es lo que el libro obliga a decir a quien lo reseña para Página/12.

Las que a mi juicio son dos de las mejores novelas argentinas de los años noventa -o al menos las dos mejores entre las que se proponen recoger desde un realismo explícito esa época-, El traductor de Salvador Benesdra y Vivir Afuera de Rodolfo Enrique Fogwill Piranza, lo son porque reconocen con total claridad ese problema. Fogwill lo resuelve expresando su cierta admiración por Domingo Felipe Cavallo (y digo "su" porque, aunque se la adjudica a un dealer que en un telo ve vociferar al pelado por Crónica TV, se trata de una supuesta novela coral que en verdad sólo recoge, y de manera muy evidente, la voz del Fogwill real). Es una gran resolución. Porque una literatura de este tipo nunca puede ser moral, una literatura que intenta retratar la época tiene que entender lo que pasa, ponerse en el lugar del otro, absorber con su cuerpo el mal hasta que al autor mismo le resulte indisociable de sí. Y esto no en términos teóricos, sino en términos prácticos, verificables mediante síntomas.

La solución de Benesdra es más radical, y no sólo porque se haya suicidado. Para Benesdra, la modernización es necesaria, es implacable y la izquierda del antiguo régimen no puede dar cuenta de ella. Y no sólo eso: una salteña evangelista puede dar mejores respuestas a los cambios del mundo y hacer nacer la esperanza desde lo oscuro de su piel: todo lo contrario de la moraleja populista, el texto de Benesdra se solaza en las limitaciones de un razonamiento (el de su narrador protagonista) que, en toda su lucidez, carece de los elementos constitutivos para entender la verdad de lo que pasa.

Igual que la colección que lo aloja y su prima anagramesca, Vientos de huracán despierta en mí a la vez interés y desprecio. La sospecha de una imaginación moderada. Una literatura convertida en amable referencia cultural para los imaginarios artie de clase media: la idea de la literatura que pesqué en los lugares de Europa y los Estados Unidos por donde estuve.

Hay un aspecto formal para este problema político que aqueja a Vientos de huracán: el libro sigue la trayectoria de su personaje sólo hasta el momento en que, borracho, se lanza a la calle, y de ahí directo al crematorio, obviando el año y pico en que deambula por ahí. Esa reticencia a dar cuenta de la verdadera oscuridad para detenerse en la neurosis de los pequeños propietarios, que avergonzaría a Céline pero quizás también a Balzac y a Salinger, marca los límites de esta narrativa moral.
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martes, septiembre 13, 2005

Dominicales

Por Sebastián Hernaiz

Yo sé
Vos leés
Él hace
Nosotros comentamos
Ustedes se la comen
Ellos se la dan.

La pregunta desde la que quiero escribir -la pregunta que denota un espacio que no entiendo y que quiero entender- es qué es ese tono con el que se escribe los domingos, en los diarios nacionales que leo, en las columnas de Verbitsky, Morales Solá, Cardoso, Wainfeld y, ahora, de nuevo, Lanata con el periodismo puro que mira de costado.
Es un tono que remite a un entre-nos de pasillo. Un ida y vuelta de abrirnos ventanas que no conocemos y de cercenarnos la mirada. Un ida y vuelta de hacernos creer conocedores de los rincones del poder burocrático y un mantenernos lejos, pulcros lectores de matutinos en el café con leche aburguesado de la clase media.

Siempre tienen datos. Nos tiran la posta, pura verdad. Son columnas que parecen de un flậneur benjaminiano entre pasillos kafkianos hablándonos a la Giannuzzi para ser nuestros guías turísticos por un rato. Fragmentos, mezcla de escuchado por casualidad y de informante secreto. Recorren pasillos que, como lectores pasivizados, desconocemos, pero que nos invitan a recorrer como si fueran nuestro más cotidiano espacio.

Hay un presupuesto: esto que te cuento, lector, te incumbe. Corrupción, rencillas endogámicas, visitas molestas, viajes en el Tango, rapiñas estatales, estafas, sobornos, todo eso, a vos, lector, claro, te incumbe, y estos muchachos siempre con contactos en círculos cercanos a...están ahí, listos para decírnoslo todo. O casi.

¿Qué son estas columnas, estos columnistas? ¿Justicieros de ciudadanos desvaídos? ¿Síntomas de la rauda caída en que rueda la democracia representativa burguesa de las últimas décadas? ¿Revendedores de lectores a los anunciantes publicitarios que les pagan por vender con mote de novedad la burocracia espectacularizada? ¿Hit editorial? ¿Poder ciudadano? ¿Cuarto poder? ¿Denuncialistas? ¿Reformistas incurables? ¿Incisivos periodistas o parches del sistema? ¿Superan por algún lado al mero ponerle datos a ejemplificaciones de lo que ya todos intuyen? ¿Qué dice más: la distribución de información de la que son hijas estas columnas o los datos que aportan? ¿Hay diálogo posible con estas notas que no sea el aumento desproporcionado de la indignación o el cinismo? ¿Con qué modos de la política son solidarios estos discursos que se entraman por izquierda o por derecha, críticos o difusores de distintos sectores, con los más intrincados cruces de pasillos, salones blancos y pabellones legislativos?

Quizá de todo un poco. Altivajos, reflujos y vaivenes. Pero el tono, hay un tono de intermedio, de guía por los infiernos oficiales: un te cuento lo que nunca podrías saber. Un te lo cuento con un tono de verdad que apabulla. Un datos por aquí, datos por allá: comentarios, charlas privadas, papeles de orígenes inaccesibles. Pero, también, nada por aquí, nada por allá. El diario se resuelve en viejo a las pocas horas, se apila, se tira. Quizá nota alguna genere escándalos, renuncias, respuestas, bla bla y nada. El mecanismo al domingo siguiente, igual: aquí pasa esto, te lo digo en mi columna, siempre operación hacia algún lado, siempre hilos que se mueven, vos lo leés, todo sigue igual, lector café con leche, el uno, periodista de entrepasillos, el otro. Siempre el tonito ese distributivo. Nada por aquí, nada por allá.

lunes, septiembre 12, 2005

¡Willy Wonka alive por el Abasto!

Amigos: Calienten los motores de los remís. Rodolfo Edwards estará ¡ALIVE! Este miércoles 14 de septiembre en el Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Promete poesías, instalaciones, djs y traerá especialmente a ¡Una de las diablitas de Independiente!

El que avisa no es traidor: la última vez que vi a Edwards en vivo fue un domingo en los locales de Harods, de la calle Florida. Ahí, mientras él leía poemas, una odalisca –detrás suyo- le hacía una fellatio a un tipo disfrazado de la muerte.

Como eran las seis de la tarde y había muchos chicos con sus padres entre el público, se generó un escándalo y Edwards entró en la lista negra de los eventos del Gobierno de la Ciudad. Para ver a los Stones repetir los saltos espásticos una vez más, hay que pagar casi 100 pesos. ¡Edwards es gratis! No te lo piedas.

Por una cabeza

por Juan Incardona

Taba re escabio, re quemado, arruinado mal, mal, mal, se me había repodrido la croqueta, loco, antes era un pibe sano, escuchame un poquito, y ahora estaba reloco, guacho borracho y falopero, todo zaparrastroso, cómo pude terminar así, cómo, la veeo caaasii coomo un demoonioooo y raasco la alfoombra poor su amooor, aaay, pero qué turra esta minita, aaaahhhh!!!, me enamoró, me engualichó, me engatuzó, y ahora me descartaba sin piedá, no, no, no, así no, no había remedio pa mi mal, pobre pibe destrozado, yo, roto el corazón yiraba mi tristeza por la avenida Olavarría, con la viola colgada y la armónica en el bolsillo, y así de triste crucé la Richieri con la música a otra parte y me metí en la chupadora de enfrente, para qué, frescolari la noche, bajaba la gleba cantando aunque de sueño pueda matarme vas a temblar siempre en mi pecho, y pateaba uno dos uno dos la pena y el tufillo de hombre muerto por amor, hasta que, putamadre, sin darme cuenta me mandé cualquiera y me metí en la villalba atrás de los monoblocks de Madero. Cagamos, cobré para todo el viaje.

Al toque me rodean tres guachos malsanos con la mirada, y el más lungo me encara y me dice coon tooodo respeetoo eehhh, me habilitá dié centavo, yo no te lo veeengo a robá, te lo vengo a pedí, y entonces yo, que estaba boludo por el metejón y tanta droga tanto alcohol, muy pija le sanateo que no me venga a caretear, que si tuviera algo de guita igual no le iba a dar un carajo a un pancho como él, y qué peste tan rara que es el amor, ¿no?, cómo te arruina de verdad para toda la cosecha, y el lungo se quedó un rato pensativo, pero no por mucho tiempo porque después de un rato de querusa me volvió a chamuyar pero esta vez me pidió la viola, ajajá larvón, le dije, antichorro, la viola no me la sacás ni en pedo, y sí, la verdad es que estaba demasiado limado, pero por suerte me rescaté un poquito y agregué: si quieren les puedo tocar algo.

Capaz que les caí simpático, o no me cazaban bien la onda y querían entender, o estaban embolados, vaya uno a saber, la cosa es que los guachines me contestaron bueno, tocate una, así que nos sentamos en un tronco que había por ahí y sin dar muchas vueltas les zapé una de los Redondos, y joya, a los chaboncitos les copaba:

Luuuzbeliito saabe quee suu destiiino es dee sooledad, vé también que los deemaás se dan cuenta de laa risa que le daa, ay!, ay!, ay!, queé risaa le daaa...

Muy flasheados los pibes me pidieron otra, y cómo no, cómo no, y después otra, y otra más, eehh tocate ésta, eehh tocata aquella, ¿la sabés?, esa no, esa sí, y de esta manera estuvimos toda la noche cantando en el microquiste más mentado (1) de la villa atrás de Madero, en el sudoeste matanzero donde caga la yuta y cagan los hampones más pulentas. Pero yo zafé, porque escuchá, no te ortibés, a la mañana siguiente me desperté, muy solito, apoyado en el tronco, los guachos se habían ido, pero yo descubrí, re contento, que esos pibes tenían códigos, porque al lado mío estaba la viola, en mi bolsillo seguía la armónica, en las patas todavía llevaba puestas las zapatillas negras.

Me puse de pie y volví a Celina mucho mejor que cuando salí, por suerte y gracias a esos pibes de Madero. Igual empecé a tener cuidado con las minas, porque yo me engancho muy fácilmente y termino en cada historia que no sabés, así que juré mil veces no vuelvo a insistir, y bue, y bue!!, posta que no me duró mucho manú, lo reconozco, porque después de un par de meses me enganché con una loca que ni te cuento.

(1)”Mentado”. Agradezco a Fabián Casla por permitirme usar esta palabra que nos gusta a los dos. Para escucharla en todo su esplendor, recomiendo el tango “Tres amigos”, de Cadícamo: “Tres amigos siempre fuimos en aquella juventud, era el trío más mentado que pudo haber caminado por esa calle del sur...”.

sábado, septiembre 10, 2005

Max Roach en Alemania



Por Juan Terranova

Hace poco, como si fuera una ola de calor, sufrimos una ola de Dylan. No sé bien qué pasó. Hubo algún aniversario y de repente todos contaban la historia de Like a Rolling Stone. Salió una nota en Radar, Casas hizo lo suyo con un excelente aporte desde Mal Elemento, y creo que Fresán también escribió algo.

A mí leer sobre Dylan me encanta. Todos se fanatizan, hablan de su música y de su vida, de sus letras y de sus libros, y todo es supermítico y al re palo. Dylan se convierte sin escalas en una especie de hombre santo. El tipo que vio la luz. Parece que hay un par de biografías y estoy seguro que, de tener el tiempo, las leería con avidez.

Ahora, el tema es que sus discos me aburren. No quiero ser irrespetuoso. Pero al mismo tiempo quiero ser honesto. En 1997, yo estaba en Alemania tratando de escaparme de mí mismo. Para subsistir, fui jardinero y baby sitter. En un momento, caí en un restaurante de alemanes intransigente que se la pasaban presionándome para que trabajara. Si no, me echaban a la calle. Así que día y noche trataba de cumplir. Pero las madrugadas eran mías. A veces apenas me pedían que lavara los platos y se iban a dormir.

Yo tenía solamente dos discos. El último de Dylan que había salido ese año, Time out of mind, y Crackle Hut de un combo liderado por Max Roach.

Cuando me quedaba solo probaba siempre primero el de Dylan. Pero no había caso. El disco me gustaba, lo podía escuchar. A veces incluso lo escuchaba entero. Ahora, cuando empezaban a sonar Max y sus muchachos, la cosa cambiaba. De repente me sentía acompañado. Ya no había un borracho dándome la lata. Había cinco tipos que una noche de 1958 se habían juntado en Chicago para tocar un rato.

Kenny Dorham en la trompeta y Hank Mobley en el tenor, al unísono o puliendo como artesanos sus solos, me hablaban directamente. “Vamos, vamos, arriba” y yo trapeaba con más fuerza. Los otros tres hacían una base perfecta. El pianista, Ramsey Lewis, tenía ese toque limpio pero ligero que me encantaba y era obvio que los precisos palos de Max se llevaban muy bien con los graves de George Morrow (un negrazo medio desconocido que en Audio blues hacía un solito lento y canchero que me rompía la cabeza). Lo de ellos era una especie de bop bien colado y justo. Hasta las interveciones de bateria sola del jefe se volvían imprescindibles.

Después del primer tema, que le daba nombre al disco, seguían swingueando. Yo terminaba la primera pasada del suelo y ni me había dado cuenta. Una vez el turco que traía la mercadería se atrasó. Sonaba That ole devil love, una balada suave y melancólica donde el solo de Dorham casi me hacía llorar. Me lo dijo en alemán: “Ah, sí, eso yo lo entiendo”. Nos quedamos un rato callados esperando que el tema terminara. No sé que le recordaba a él la música, pero a mí me sonaba a Callao y Corrientes, a noches enteras tirado en la cama leyendo, a los días de lluvia en el Parque Rivadavia cuando el asfalto se moja y brilla.

Ahora, cuando escucho el disco, me acuerdo de Alemania, de mis desmedidas aspiraciones literarias, de mis aventuras europeas y de cómo, aunque estés en otra parte, el idioma universal del jazz siempre te devuelve algo. Sin pedirte nada, sin exigirte adhesiones, sin contarte nada más que lo estrictamente necesario.

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viernes, septiembre 09, 2005

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jueves, septiembre 08, 2005

El Talentoso Señor Edwards

por Fabián Casas

Hace muchos años, en una galaxia muy lejana, Rodolfo Edwards me contó que una mujer de la que estaba enamorado, le dijo, mientras venían con un tire y afloje en medio de la recova de Once: “No te digo ni que no, ni que sí, pero tampoco te digo sefiní”. La muchacha se convirtió en Beatriz Raffo, la Beatrice de este gran poeta que practica un dolce stil nuovo rantifuso. La imagen en la recova, lo que le dice la mina, es notable y en ella está condensada toda la poesía de Edwards. Hay miles de anécdotas para contar de Edwards y mi cabeza está poblada de imágenes que me legaron la lectura de sus poemas. Edwards fue el primer poeta verdadero que conocí en mi vida. En ese entonces ya tenía una obra en marcha que, al día de hoy, no ha parado de crecer. En el poema que sigue a estas líneas, hay unos versos que describen la estatua de Patota Potente, famoso jugador xeneize. Mi cabeza vuelve una y otra vez a la descripción que hace Edwards de esa estatua imponente que –según dice el poema- se alza sobre La Ribera. Damas y caballeros, entren al mundo de Edwards, el Willy Wonca de la Boca.


Las chicas de la Boca

Por Rodolfo Edwards


las chicas de La Boca
andan con el sexo en la mano
como repartiendo volantes
de una nueva panadería

las chicas de La Boca
jamás usan pollera
por miedo a que los guachos
se las trinquen en la vereda

las chicas de La Boca
usan vaqueros chupines
y se les hace un acordeoncito perfecto
en la parte posterior de la rodilla

las chicas de La Boca
son demasiado fértiles
la presión intensa de una mano
sobre sus tetas derechas
puede provocar embarazos

las chicas de La Boca
miran a los ojos
con pornográfica franqueza
"después de los treinta y cinco kilos
hay que cogerlas a todas"
decía mi tío el finado

a las chicas de La Boca
no se las puedo presentar a mi mamá
ni tampoco a mis amigos
porque al toque me hacen cornudo

las chicas de La Boca
ignoran la metáfora
el retruécano y el eufemismo
abominan del doble sentido
y de los piropos hacen una pila
que a la noche se llevan
los muchachos de Manliba

las chicas de La Boca
se van de milonga
solamente a las bailantas
y los fiolos uruguayos
las esperan a la salida
con el mate preparado

las chicas de La Boca
saben que el Riachuelo
se puede zarpar en cualquier momento
en las noches de viento
hacen un nudo en un pañuelo
y lo atan a las bolas
del Monumento al Patota Potente
las chicas de La Boca
están hechas a medida
del hombre de La Boca
pulenta con pulenta
comida de bostero

las chicas de La Boca
se pasan toda la tarde
en un video juego
apostando a sus pobres novios
-jorobaditos de buzo negro-
en un pacman

las chicas de La Boca
siempre compran la rifa de los bomberos
y no "por ayudar a la Institución"
simplemente les gusta la manguera

las chicas de La Boca
comen pizza de parado
agarran la muzza con la mano
chupan birra nacional
y pechean los fasitos

las chicas de La Boca
se marchitan en la solapa
de fumados compadritos
que miran el mundo desde
las ramas de la Plaza Matheu
colgados como murciélagos
estudiando para vampiros

las chicas de La Boca
son gallardas amazonas
blandiendo la magia roja del deseo
y la gris de nuestro puente
Nicolás Avellaneda
niñas mozas que se saben
toda la vida antes que el gallo cante
antes del cumpleaños de quince
antes que el río sucio llegue
al mentón salpicando la boca
tu boca azul y oro
fantasía que brilla unos segundos
y se evapora entre la gente
que contempla un pungaje
yo
que ando de paso entre los mortales
tropezando con fantasmas
te quiero encontrar en el requecho
te quiero agarrar de la mano
y salir a putear a la luna
a la Cruz del Sur
a esos pajarracos que sobrevuelan
nuestras regias cabezas

las chicas de La Boca
envidian a las chicas de la torre
de Olavarría y Palos
pero esas turras que hablan con tonito
no son de La Boca
ni las conchetas de Catalinas
-Vaticano dentro de La Boca-
que se hacen las ratas crueles
cuando un macho bostero
las pone en la mira
hijas brígidas de visitadores médicos
y tontas maestritas que creen
haber descubierto la llave de la sabiduría

las chicas de La Boca
se casan con matarifes o carniceros
con cualquiera que tenga que ver
con el gremio de la carne

las chicas de La Boca
con el tiempo engordan
indefectiblemente
se convierten
en madres
en suegras
en abuelas
demasiado pronto
se encomiendan a una Virgen
y en los bondis sus tapados
empiezan a oler a naftalina
sin saber contribuyen
a perpetuar la especie de los reos
que todos los domingos
llenan a full
la segunda bandeja de la Bombonera

Lleno, por favor

Por Obelix


Anoche, segundo encuentro-morfi-chupi de los remiseros. El anfitrión cocinó unos fideos con estofado, bebimos vino tinto, hablamos de fútbol, libros, sexo, películas y mucha risa.

La parte musical dejó algunas preguntas: ¿Podremos mejorar la performance a base de esfuerzo y ensayos múltiples? ¿Mano derecha garra-rústica? o ¿Mano derecha sútil-minimalista?

Me parece que va a ser difícil llevar a cabo los desafíos futboleros. Se dice que los intelectuales de la revista-del-momento arrugan.

Salud y hasta la próxima.

martes, septiembre 06, 2005

Pugilistas y bigotudos



Témpera s/ papel. Tomás Martin Grondona. Posted by Picasa

lunes, septiembre 05, 2005

Gritos

Por Obelix

Una vez leí que un pelotón, después de una batalla, volvía exhausto al campamento base. Habían tenido muchas bajas y la moral estaba por el suelo. Creo que eran correntinos, la guerra contra Paraguay o algo así. Uno de los segundos le fue a preguntar al milico-al-mando si los soldados podían gritar, que si los autorizaba, iban a levantar y podrían llegar. El milico-al-mando dio la aprobación y en el medio del monte empezó el griterío.

Cuando iba a la cancha me gustaba ver el partido. Pero toda esa gente gritando y cantando me mataba. Jugando al fútbol, gritos de todo tipo: “Corré boludo, dale, la concha de tu madre”, etc.

Conocí una mujer que veía una cucaracha y se ponía a gritar como loca. También gritaba bastante cuando llegaba al climax aunque no tanto como con las cucarachas.

Una amiga-médica trabaja en guardias. A las guardias llega gente accidentada y muchas veces los médicos no pueden evitar que se mueran. Mi amiga-médica me contó que cuando les dan la mala noticia a los familiares que esperan, todos gritan. “Lo loco –me dijo– es que todos gritan igual, es el mismo grito.” “El grito de la muerte” pensé.

Estos últimos días tuve a estos gritos presentes. A mí no me da por gritar. Mis gritos son las palabras que escribo.


domingo, septiembre 04, 2005

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Consigna

Sea reaccionario. Coma chocolatines Jack.

Duro duro duro

Por Santiago Llach


La tuya, Aramburu, la tuya
no fue una muerte digna
de un general, Aramburu,
de los que te mataron, Aramburu,
la mitad no sabía disparar
y la otra, bueno, la otra
se deleitaba con la misma comida espiritual...
Aramburu, Aramburu,
la tuya no fue una muerte digna
de un general. Duro, duro,
duro, Aramburu, duro. Si la noche
hubiera sido más larga, si los grillos
que cantaban en la noche, Aramburu,
si el campo pampa de una colonia
de labriegos vascos de Timote, si,
Aramburu, si, si la noche y el día
y el sótano y las cenizas, que en sus brillos
esterados fue a perderse, ahí,
si el galope de un caballo que corría
a tiempo, Aramburu, si, Aramburu,
si en la noche de estrellas, que
dibujaba en su pizarra, si una voz, sola,
en el medio del campo, si, Aramburu, si,
si los que te mataron no hubieran sido
jóvenes y fanáticos, Aramburu, si las preguntas
que no te hacías, Aramburu, Aramburu,
te las hubieras hecho, si las hiciste, si éstos después
aprendieron, si no hubieran aprendido,
si sus ejércitos informales, si de la boca
de un fusil, si, si, Aramburu,
si un grillo en la noche, si nosotros que amamos
ser sorprendidos, Aramburu, ah, Aramburu,
Aramburu, teniente general
Pedro Eugenio Aramburu, si nosotros
que amamos ser sorprendidos...

sábado, septiembre 03, 2005

El amigo de Saer

Por Fabián Casas

Días después de la muerte de Saer, publiqué un post en Mal Elemento sobre el escritor santafesino. En el comienzo de ese post cité a un amigo mío llamado P. quien, decía yo, una noche lo despertó a Saer y le dijo: “Lo llamo para decirle que murió …Saer”. P. acaba de publicar una nota alusiva al tema en La Nación de Chile. P es poeta, publicó varios libros de poemas y, recientemente un libro sobre el insomnio, llamado Historia Universal del Insomnio. Como todo lo que escribe, vale la pena leerlo. Adianchi:


Buenos Aires.
por Pablo E. Chacón.


Era tarde en París, ya era tarde también en Buenos Aires, pero finalmente el click al otro lado indicaba que habían levantado el teléfono. Saer al habla. “Hola, ¿qué dice, cómo está usted, como está Buenos Aires?”, preguntó después del sí de rigor. “¿Qué cuenta a esta hora?”. Su curiosidad por las noticias, incluso las noticias imprevistas, de este lado del océano, era proverbial, legendaria. “Disculpas por la hora, es que estamos en medio del cierre, preparando una edición especial, y queríamos tener su opinión. ¿Sabe que falleció Saer, no?”, dije y no dije nada más: porque sentí que me hundía. Se hizo un silencio denso. Estaba hundido, me hundía. Saer no hablaba. Del otro lado, la respiración, y nada, silencio. Estaba en el horno. La carcajada de Saer rompió el hielo: no podía parar de reírse. Estuvo minutos enteros riéndose. En algún momento, medio transpirado, arrancamos el reportaje: había muerto Onetti. Esto pasaba en 1996.

Por supuesto que no se olvidó: en septiembre de ese año, coincidiendo con la salida de su última novela, “La pesquisa”, nos encontramos y me regaló un ejemplar dedicado con la cita bíblica: “Aquellos que vos matáis, gozan de buena salud”. En 1993 lo conocí por un amigo en común: presentaba “La ocasión”, la ciudad reventaba de calor; terminó de hablar; a un guiño, desaparecimos junto al poeta Fabián Casas; terminamos en un café de la avenida Pueyrredón, hablando de Faulkner, Borges, de Juanele Ortiz, a quien conoció, veneró, y esa noche (después del tercer whisky) recitó de memoria: todavía Saer vivía en Santa Fe cuando Juanele lo recibió en su rancho, al otro lado del río, en Paraná; cruzó en bote, no llegaba a los diecisiete años. El fraseo de Juanele no lo abandonó jamás: no existe un solo texto de Saer que pueda leerse sin presuponer la lírica: Stevens, Eliot, Pound, Homero, Pavese, Musil. Es más: su narrativa es el intento, a veces agotador, de clausurar la frontera entre los géneros (literarios), acaso con la excepción de ciertos ensayos, que consideraba subsidiarios. “El limonero real” es el tour de force: el lenguaje como un dispositivo que no consigue dar cuenta de la complejidad de lo real, nunca; aunque se ajuste, se repita, se insista, pueda variarse, ir en círculos concéntricos o volver, nunca alcanza; algo se escapa que la poesía suele capturar, como captura un haiku japonés un instante que ya pasó. La querella entre el pasado, el presente y el futuro, lo tenía sin cuidado: la literatura es todos los tiempos verbales en presente, suficiente para que la verdad resplandezca, imaginaria, y desaparezca. El mundo, a la distancia, es como un puerto poco iluminado que se aleja con el marco a medida que el narrador narra.

Entre sus críticos favoritos, más escritores que críticos, estaba Borges, por supuesto, seguido, muy de lejos por Barthes, Magris y Pietro Citati. Era demoledor en sus juicios: si algo era malo, era malo definitivamente. Philippe Sollers era un idiota manifiesto, un esnob que había pretendido convertir a Joyce en un escritor católico, “en una especie de Roger Peyreffite para intelectuales”; Michel Houellebecq era una moda, etcétera. Alguna vez dijo que las novelas de Umberto Eco eran ideales para leer en la playa, y después, por cortesía, además de putearme, aclaró: que leer en la playa era uno de sus pasatiempos favoritos. Saer no iba nunca a la playa.

Odio el boom

Saer despreciaba sin decirlo a la literatura del boom: cuando el realismo mágico, que representaba todos los ideales de un continente atrasado, saturado de criaturas milagrosas y sueños neocoloniales de elite, hacía furor en la Europa próspera, previa a la primera crisis del petróleo, Saer ya vivía en París (desde 1968), testigo de esa operación literario-comercial, traducía, daba clases, escribía sus ficciones puntualmente ignorado, con una convicción admirable: a finales de los sesenta, Saer había publicado dos colecciones de cuentos y tres novelas que sólo conocían algunos y ahora, para simplificar, se las mete en el casillero del nouveau roman, extravagancia de argentino en París que no ignoraba las obras de Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute y Claude Simon, aunque prefiriera la antropología estructural de Lévi-Strauss, que inspiró uno de sus textos más luminosos: “El entenado”.

Sus estudios primerizos sobre cine y estética despuntaban acá y allá: el rigor de los encuadres, la precisa imprecisión de las palabras (imposible resultar más preciso), y los estrictos fuera de cuadro (en “Nadie, nada, nunca”, un nadador de fondo pierde la noción de distancia que no se deduce por referencia al yo sino por las palabras que encadenan el titilar de las luces en la orilla, primero brumosa, después ciega, después, límpida como el pabellón barrido por la lluvia). Es cierto: a Saer le gustaba Antonioni, especialista en incertidumbres, en fuera de cuadros.

“Me gustaría saber cuáles son los obstáculos que impiden vivir”. La afirmación, enunciada con desgano por uno de los protagonistas de “La vuelta completa”, no se reduce sólo a las peripecias a menudo dialogadas y también dominadas por un esquivo malestar cíclico de esta primera novela, escrita a los 22 años, y cuyo título parece anticipar un recorrido que sus libros posteriores trazarían con deslumbrante precisión.

En todos o en casi todos sus textos reaparece un núcleo de cinco o seis personajes: Pancho, Washington Noriega, Tomatis, Barco, Pichón Garay, Angel Leto, que convocan tramos incompletos de sus vidas aletargadas, nerviosas, perplejas, desintegradas, hundidas en lo cotidiano o la ilegalidad, tal como ocurre en “Glosa”, su novela preferida.

La “espesa selva virgen de lo real”, escribió Saer, se nombra con palabras, a las cuales subyace una distinción, concerniente a las esferas adjudicadas a la novela y a la narración. Walter Benjamin había plantado la diferencia, y Saer la reformula; esto es, traslada al plano de sus propias elaboraciones teóricas en un texto titulado “Borges novelista”. Así, mientras la novela permanece incólume dentro del género, la narración desborda esos límites.

En ese desafío, para el que se necesita “disponibilidad, incertidumbre y abandono”, Saer debió forjar una escritura que fuera como su sello personal. A tal punto son inconfundibles los mecanismos que terminaron por moldearla en la frase; si hay un adjetivo que corresponde aplicar a la frase (de Saer) es interminable.

A diferencia de la musicalidad perfecta de la frase borgeana, la de Saer funda una cadencia hecha de quebraduras, transiciones, pasajes abiertos en la inexistente profundidad de la página. Es quizá en esta opuesta simetría donde habría que buscar un nuevo umbral de la literatura hispanoamericana, en cuyo suelo Saer inscribió, inauguró y conquistó su auténtica dimensión de narrador.

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viernes, septiembre 02, 2005

Notas sobre la presentación de La Joven Guardia.

Por Sebastián Hernáiz


En vez de quedarme cogiendo o comiendo chocolates abrazado a un cuerpo desnudo y caliente, anoche fui con mis amigos de elinterpretador al Torcuato Tasso para la presentación de la antología La joven guardia, en la que varios de los narradores nacidos post-70 que me interesan están antologados. Están Falco, Schweblin, Mairal, Terranova, Cucurto, Abbate, Enríquez y otros que habrá que leer.

En la entrada del Torcuato Tasso, si respondías que SÍ, vengo a la presentación del libro, te daban chocolatines Jack. Me tocó uno blanco.

Luego del evento, la horda de acicalados escritores y lectores enredados en amistades intermitentes salimos a buscar desesperadamente algún lugar para comer. Bejerman tiró la primera piedra: Manolo, una esquina de la misma manzana en la que estábamos.

Claro, Manolo estaba hasta las manos y ahí tuvimos que comernos sólo el garrón y empezamos a patear las calles del Pque. Lezama buscando alguna parrillita.

Cucurto no se hacía cargo y los editores de la en potencia potente antología de los barrios porteños no sabían a qué colaborador llamar para que indique cómo moverse por ese barrio. Llegamos, finalmente, costureritas tropezando, a las luces opacas de Constitución y nos albergamos en una pizzería que mereció, en primer lugar, la irrefutable frase un lugar mejor no vamos a conseguir y tengo hambre y que desató una lluvia de apreciaciones cual qué lugar de mierda / ¿podemos juntar estas mesas? / no, no, una pizzeria menemista no / odio las luces dicróicas / creo que las plantas son de verdad / cómo pueden decorar con tan tan mal gusto un lugar / creo que las plantas son lo único de verdad de acá, y, prendido Tinelli en las pantallas que ocupaban los rincones de la pizzería-café, desde las dos puntas de la larga mesa en la que nos acomodábamos se escuchó en stereo esto es la tinellización de la cultura. Ya estábamos ahí, muzzarela y cerveza para todos. Ah, y faina no hay.

La pizza fue mucho más rica que lo que parecía, pero igual sobró, a diferencia de esas cervecitas de ¾ que me indignan y que vuelan como nada pero se cobran como mucho. Entre las copas y las porciones se escuchaban comentarios sobre la presentación, chicanas y palmadas. Tomas, el que antologías hace, contó un poco de la cocina del libro para los que estábamos cerca, casi no dio nombres de los humillados ni de los ofendidos y casi no recibió en su cara las críticas a la tapa y al título que circulaban por lo bajo.

La cuenta que nos trajeron fue de 171 mangos, que entre los 20 que éramos fue a razón de entre 8 y 10 por cabeza, según la fórmula:

$171 ÷ 20 = $10 - [x ÷ (1 + y + z)] = 7 La joven guardia ± 1

Tal que:

x = necesidad de los $2

y = voluntad de dejar propina

z = paja para conseguir cambio

La suma había corrido por parte de Bejerman y la división recayó en Terranova. Se tarareaba la melodía de El padrino y Cucurto era el capomafia que juntó los billetes y pagó la cuenta.

La salida del lugar fue lenta al principio hasta que el frío nos apuró y volvimos a nuestro centro de operaciones: la cuadra del Torcuato Tasso donde habían quedado autos estacionados. Ah, el Torcuato Tasso. Antes ese lugar estaba bueno y se podía ir. He ido a ver amigos tocar y creo que hasta estuve a punto de ir alguna vez a algún festejo de universitarios de izquierda, pero ahora -salvo ayer que nos dieron dos horitas de gracia, no más, porque a las 22 nos sacaban a las patadas- para ir tenés que ponerte con un veinte como mínimo y ni hablar de tomar algo en la barra: los precios que vimos ayer con Obelix, para vinos, iban desde $80 un deluxe hasta $20 como opción popular.

En fin, volviendo a los autos surge, en el ya raleado grupo que quedaba, ir a tomar algo. Por un lado Llach, Bejerman, Obelix, Cucurto y Mairal iban a buscar un auto. Con la gente de elinterpretador íbamos a por otro. Obelix -creí- iba con ellos para decirles a dónde nos dirigíamos, pero luego, cuando estábamos en camino hacia un segundo piso de San Telmo, lo cruzamos en una esquina. Daba pasos lentos, cabizbajo, las manos en los bolsillos, su bolsito verde cual única nota de color en su andar. El otro auto quién sabe qué. Cruzamos una palabras con Obelix desde el sobresaturado auto de Lafosse y nos reencontramos luego, a unas cuadras nomás, ya en el bar de pronta inauguración. Llamamos desde ahí a unos amigos que viven a unos metros y que -adujeron- estaban laburando con textos de fenomenología mientras, en el bar, alguno descubría una guitarra y el disco repetido de fogón, entre sentimental, cínico y sincero, comenzaba a sonar.

Quizá la noche haya mejorado con la ida, al final, a ese bar que el Ibarra post-cromañón aún no habilita: qué mal gusto, Aníbal, el lugar es una preciosura. O quizá ya era una buena noche igual y el final de vinos tintos y luces enrojecidas y la suma de vino primero, cerveza luego y vino de nuevo, hagan entrar el fin del relato en otro tipo de categorías.

Cuestión que me alcanzaron hasta casa y terminé durmiendo, borracho por un día de malcomer, solo en mi cama y pensando, con recelo, en la resaca de día laboral que se avecinaba.

Aquí, entonces, las notas que tomé durante la presentación, que, al final de cuentas, es a lo que fuimos.

A primera vista:

Saccomano se parece a Dany Brieva.

Muleiro tiene más de dos whiskys encima.

Hay un gato medio desnutrido dando vueltas.

Hay mucha gente sobre el escenario, también abajo.

Lecturas: Muleiro

Se autodenomina policía: cola de paja que se ampara en Piglia.

Cumple con todos.

Recurso fácil: para hablar del libro arranca: “hay variedad” y describe, medio al burdo tun tun, uno a uno los cuentos armando series simplonas.

Recurre a los clisés de los dichos populares y para cerrar cita el “la base´stá” del Bambino Veira.

Reflexión:

Juro que nada personal, Muleiro, pero bueh, con tus intervenciones constipás las posibilidades pensar.

Lecturas: Saccomano

Retoma entrevistas de la Ñ: “no se necesitan parricidios en la nueva generación”, se adjudica, él solito, el “soy abuelo”.

Plantea su idea de lo que es la literatura: “se escribe por incomodidad con lo real”

Frase por medio es un palo a Muleiro.

Intenta incomodar planteando dudas sobre los criterios de la antología y los criterios con los que se mueve el campo literario/intelectual.

Reflexión:

Saccomano fue con ganas de agitar algo, y eso suma casi siempre, aunque sus ideas sonaban con tufillo a miedito de muertos vivos de que se vengan los cyborgs.

Un detalle: si hubiera sido un domingo peronista, jardincito, mantel de hule de colores, escena de cine nacional, sol y sombra bajo un paraíso y el sifón naranja, bueno, pero meterle Villavicencio gasificada al tinto: no.

Comentarios de “la joven guardia”:

Tomas es el único que nombra a Castillo en la noche, poniéndolo en la serie de items con posibilidad de ser trompeados.

Terranova, un Bartleby contento frente a Saccomano

Antoniucci gusta de comunicarse

Cucurto está aburrido

Abbate se supo increpada.

Falco, “yo, escritor”

Tomas parece conductor de T.V. con los tiempos que le pusieron en el Tasso: “¿cuánto nos queda?”

Toledo, innecesario.

¿Dónde estás, Mairal, que no se te ve?

“Diálogos” con el público:

Todos festejamos la salida del libro.

Abbate tira, por error, una frase genial: “tener veinte años a los setenta”

Drucaroff habla de “los chicos

Grillo se siente que pertenece a algo perteneciendo a la antología. Alguien, atrás, hace cri-cri (sic).

Saccomano cita al niño Volodia según su nombre de adulto completo: Vladimir...

Alguien aclara que “no es que defienda el realismo socialista...” y yo me pregunto si será todavía ahí, por esas preguntas por donde pasa algo.

Por lo pronto, hoy, pasadas ya estas notas, la resaca resolviéndose en mis sienes, queda terminar de leer el libro. Supongo que no habré de esperar más que me lo manden de la editorial para reseñarlo y que lo leeré pasando horas en el silloncito gratuito de la Yenny de Rivadavia y Riglos entre las habitués del lugar, viejas rechonchas de Caballito.

miércoles 31-8, mediodía

Incomodidades

Por Juan Pablo Lafosse


El martes se presentó en el Centro Cultural Torcuato Tasso el libro La Joven Guardia, una antología de cuentos de escritores menores de 35 años a cargo de Maximiliano Tomas. Repetuosos de la prosa de muchos de los narradores reunidos en esta obra, no podíamos faltar a tan interesante propuesta. Nos encontramos con Juancho Incardona en Flores y llegamos sobre la hora a Parque Lezama, aunque, como suele ocurrir en este tipo de eventos, había poca gente a la hora convenida. Mientras esperábamos el inicio de la presentación tuvimos la oportunidad de fraternizar con amigos y conocidos y de compartir con ellos clandestinas copas de vino tinto.

En el momento oportuno, cuando ya el lugar se encontraba colmado, las sillas ocupadas y los jóvenes escritores apiñados en el escenario, comenzó la presentación que tenía como figuras principales a dos reconocidos escritores y periodistas culturales del campo local: Vicente Muleiro y Guillermo Saccomano. Todos muy atentos, entonces, tanto los jóvenes escritores como el también joven público presente, a la bendición y la arenga que los cincuentones experimentados darían a los muchachos.

Comenzó Muleiro anticipando su demagogia y sin brillar cumplió con las expectativas del caso. Habló bien de todos, armó series, hizo los chistes de ocasión y auguró un próspero futuro a las nuevas letras de la literatura argentina. Cerró su discurso con una frase futbolera: “La base está”. Los aplausos fueron moderados. Siguió el turno de Saccomanno, quién aclaró de entrada que lejos de abusar de la demagogia de la cual había abusado su antecesor quería sembrar incomodidades. Quería formular preguntas más que dar respuestas, y se decía incapaz de responder las propias preguntas que hacía. Dudaba de todo, pobre hombre. Sus preguntas, entonces, giraron en torno de prácticamente cada elección llevada a cabo por los responsables y participantes del libro en cuestión. Objetó el nombre, el diseño de tapa, la propia concepción del ser escritor joven y la decisión de reunir a jóvenes en una antología, el mérito de publicar (cualquiera publica, creo que fueron sus palabras), la falta de un compromiso político en los textos, incluso llegó a preguntar cuantos de los veinte escritores presentes seguiría publicando en veinte años. Lo que se dice, un gran motivador. Solo al final dedicó algunas palabras bondadosas a los jóvenes escritores que lo rodeaban. Cuando pensé que se lo iban a comer crudo, la tribuna ovacionó el cuidado discurso del periodista con un aplauso atronador. Extraño fenómeno. Nadie abrió la polémica que estaba picando en el escenario como para pegarle de puntín. Incluso entre los narradores la respuesta fue bastante tibia. El único que evidenció cierta brusquedad al esquivar el bulto fue Terranova.

Mientras caminábamos en busca de un lugar para calmar nuestro apetito me quedé rumiando algunas incómodas preguntas que tendría que haber formulado durante el evento.

- ¿El evitar dar una opinión clara y de frente, escudándose detrás de la propia duda sobre un asunto, no es una actitud hipócrita?, ¿No es más fácil decir Yo creo que, si uno cree que?

- ¿El buscar convertirse en el centro del evento a través de un exquisito discurso efectista, opacando la presencia de los verdaderos agasajados, no es un actitud mezquina?

- ¿El quitarle mérito a la nueva generación de escritores, ninguneando en público la antología y sus textos, no implica una pisada de cabeza, un marcar el territorio, un vedar el paso a las nuevas figuras emergentes en el pequeño campo de batalla que constituye la literatura argentina de hoy?

- ¿El aceptar ser presentador de un libro y llegado el caso violar todas las reglas del género, ante la mirada atónita de quienes lo invitaron, no es simplemente una desfachatez?

Por suerte la noche terminó cómo había empezado. Compartiendo vino, risas, y canciones con buenos amigos. Amigos que no sé si seguirán escribiendo en veinte años, pero que espero e intuyo seguirán siendo generosos.

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jueves, septiembre 01, 2005

Esperando al mesías

Por Juan Terranova


Los libros de Chuck Palahniuk no se consiguen en Buenos Aires. Hace algún tiempo planteé ese problema en mi blog y una voz femenina, muy pagada de sí misma, me mandó a la librería Guadalquivir, sobre Callao, llegando a Santa Fe. “Ahí se consiguen desde siempre” decía. Pero no. Tenían solamente
Diario, uno de los libros que menos me interesaban y salía, atención, 95 pesos.

Palahniuk es un tipo prolífico que fue llevado al cine con un éxito innegable. La versión de El Club de la Pelea que encarnaron un impecable Brad Pitt y un siempre interesante Edward Norton alcanzaría para agotar una buena tirada de libros. ¿Por qué entonces falta de nuestras librerías habituales?

Quizás me equivoque pero no es tan difícil reconstruir el itinerario. Mondadori tiene los derechos de la traducción al español. Mondadori no quiere ceder los derechos o pone un precio alto por un autor que sabe preciado. Ninguna editorial argentina se juega porque después de todo el autor de Monstruos invisibles sigue siendo un escritor bastante deforme. Y así estamos.

The Cult, el sitio oficial de Palahniuk, no está mal. Hay fotos, noticias y alguna entrevista pero no deja de ser un lugar para vender videos y otras chucherías. Por Internet, aquí y allá, se ve alguna cosa más, pero, me cuesta admitirlo, el mejor nexo que tenemos los lectores argentinos con Palahniuk es indudablemente Página/12 y, dentro de ese caótico diario, Rodrigo Fresán.

Si no fuera por Fresán, que está en Barcelona y puede conseguir los libros y se interesa y empuja, sabríamos muy poco, más bien nada, de Palahniuk. Desde hace un tiempo que el autor de Historia argentina emprendió lo que ya es una militancia. Las notas que le dedica, por lo general, son bastante buenas. Búsquenlas con el Google. Valen la pena. Y aparte logró que Radar publicara un cuento, Tripas. Gracias Fresán, lo digo de corazón.

En el Parque Rivadavia vi hace poco como circulaban unas fotocopias anilladas. El título de la tapa decía El club de la lucha. Era la traducción española bajo acto de justicia pirata. Me resultó una situación bastante Palahniuk.

Hace un tiempo, cuando vivíamos en el borde del microcentro, cada tanto coincidíamos con Celia y almorzábamos o desayunábamos en el Coto de Viamonte. A veces llegábamos fuera de horario y el lugar ya estaba vacío. Había sustancias pringosas arriba de las mesas y vasos y cubiertos de plástico en el suelo. Cuando nos sentábamos con nuestras bandejitas yo siempre decía: “Efecto Palahniuk”. Ahora también podríamos hablar de “Efecto Cucurto”. De hecho se da un extraño maridaje entre Cosa de negros y lo poco que conocemos de Palahniuk. Estoy seguro que el norteamericano disfrutaría la prosa y los temas del hombre de Constitución.

Acusando recibo de la falta que entonces se da en nuestra circuito de librerías y solidarizándonos con la Cruzada Fresán, obligados, una vez más, a la piratería, ofrecemos aquí, el cuento publicado por Radar. Y que los eunucos, como decía el Gran Bobby, padre argentino del neo-anarquismo de los noventas, bufen.



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